DAVID GISTAU-EL MUNDO
Foxá decía que le gustaban los toros porque tenían la virtud de llevar el campo a la ciudad. El independentismo obra un efecto parecido. Basta ver las columnas de autobuses procedentes de Tractoria que se ubicaron en los flancos de la Diagonal para derramar mesnadas de excursionistas, uniformados todos con las camisetas de color naranja de los constructores de repúblicas, que iban a pasar un día de vibraciones patrióticas en la gran urbe. La jornada podía arrancar en la ofrenda floral, por la que ayer pasaron algunas de las pandillas más ultras y reprobables de Europa, desde Otegui, siempre recibido como ídolo del pop en Barcelona, hasta la Lega de Salvini, pasando por nazis lombrosianos descendientes de Legrelle. La estelada es un imán para todo aquello contra lo cual la UE trató de ser una vacuna.
La excursión luego podía incluir una visita al parlamento de Ciudadela, que abrió sus puertas a los visitantes como confirmando que ya se ha convertido en una mera pieza museística, pues para hacer política, verse representada la emulsión social salida de las urnas y escucharse los unos a los otros permanece clausurado. Y terminaba con la gran manifestación convocada por la tarde en Diagonal, donde, a la hora del almuerzo, entre los autobuses y la uniformidad cromática, en las terrazas y en la propia avenida había un ambiente que recordaba al de la toma de una ciudad por hinchas llegados para asistir a una gran final de fútbol. Tanto era así que, cuando una voz proyectada por megafonía recitaba los nombres de los presos y cada uno de ellos era saludado con un grito de la gente, parecía que estaban dando la alineación del equipo que saltaría al campo. Por cierto, en ese homenaje metieron hasta a los «nois de Alsasua», definitivamente elevados a la categoría heroica del preso político por los rapsodas de la anti-España.
En Diagonal, los tractorianos se mezclaban con otros manifestantes de aspecto urbanita, pues no cabe duda de la transversalidad del independentismo, que cautiva burgueses. Pero, aun así, la convivencia de consignas de resonancias decimonónicas y carlistas con los numerosos neones de franquicias internacionales que evocan el mundo globalizado al que tantos minifundios soberanistas le están brotando, producía un extraño efecto de distorsión. Esparcida por toda la avenida, en la fiesta lo mismo había sardanas que batucadas, castellets e irrupciones constantes del himno de los segadores que las gentes murmuraban con cierta emoción de protagonistas de la historia que saben que lo son y acumulan experiencias para contar el miércoles en la oficina: quien hace república tiene en ese sentido una gran ventaja sobre aquel que sólo salió a montar en bicicleta. La pertenencia da eso, sobre todo cuando no requiere pagar un tributo en violencia, cuando todo consiste en hacer recortables, happenings, coreografías y otras actividades en las que se integra con disciplina, como encuadrada, una enorme porción de la sociedad tan enfebrecida de militancia que no le importa que su supuesto día nacional haya sido secuestrado por un imperativo ideológico que expulsa a la otra mitad, para la que ya no hay Diada como apenas hay derecho a la catalanidad alternativa. No ondeó una sola señera en toda la Diagonal. Y mira que había banderas variopintas, desde la de Palestina a la de California Republic con su oso pardo. Pero ni una señera. Esa bandera ha sido abandonada, entregada con desdén a los tabarneses, que tendrán que buscar su propio día para forjar pertenencia y no sentirse exiliados interiores. ¿Tal vez el 12 de octubre? ¿O el 6 de diciembre?
La mezcolanza de banderas era tal que aparecía con frecuencia una contradictoria, la tricolor de la república española, que jamás auspició independentismo alguno, sino que lo combatió. Este entendimiento contranatura es el de aquellos que, coincidiendo en el deseo de arrastrar al colapso el régimen del 78 y la monarquía, se vuelven cómplices por oportunismo. Todo ello quedó bien resumido, durante la Diada del año pasado, por el grito de «¡Visca Cataluña Lliure!» pronunciado por Pablo Iglesias, que no es un independentista catalán, pero siempre se unirá a cualquiera que le ayude a hacer su Transición sobre los escombros del 78. De ahí que la tricolor republicana haya ido derivando a símbolo de la anti-España, lo cual no concuerda con la historia, sólo con la profunda ignorancia de masas.
La Diagonal estaba dividida en tramos numerados para que la colocación de los manifestantes fuera ordenada. Si a ello se añade la disciplina grupal demostrada en otras ocasiones, cabía esperar que saliera bien la idea del hipogrito huracanado que iba a recorrer la avenida como una ola alegórica a la hora precisa de las 17.14. Pero no fue así. Un primer grito fallido se escapó a las 17.12, como en una eyaculación precoz, y hubo que repetirlo. Es bonita una revolución que se hace así, con ideas de boy-scouts que ponen a los niños contentos. Son momentos históricos aptos para vivirlos en familia, lo cual los hace distintos de las marchas mussolinianas y de los propósitos fascistas respecto de la vita pericolosa, que eran para vivirlos sólo con amigos.
El hipogrito, metafóricamente, debía quebrar un muro de metal que simbolizaba el bloqueo de la República y en el cual estaba impresa la figura boca abajo de un rey de bastos. No hacía falta ser un campeón de los pasatiempos para descifrar todas las alusiones aportadas por esos escenógrafos de la ANC y los CDR a los que se les notó que se pasaron la adolescencia viendo lo de Pink Floyd en The Wall.