Ignacio Camacho-ABC
- Fin de las mascarillas, fútbol con público… chucherías populistas, vaselina política para lubricar una mala noticia
No tienen vergüenza, literalmente. O por decirlo con más precisión, de las dos primeras acepciones de la palabra que recoge el Diccionario de la Real Academia -«Turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante» y «turbación del ánimo causada por timidez o encogimiento y que frecuentemente supone un freno para actuar o expresarse»-, el Gobierno ha decidido prescindir de la segunda para esconder la primera. La desahogada falta de pudor con que el Consejo de Ministros se ha entregado a la adopción de medidas populistas -rebaja del IVA en la luz, público en el fútbol, alivio de las mascarillas- revela el remordimiento por unos indultos que sabe contrarios al más
elemental sentido de la justicia. Puro clientelismo, intento de compra de voluntades para mitigar la razonable ira de la opinión pública ante una decisión indigna. Concesiones graciables como vaselina política con la que lubricar las malas noticias. Una usanza clásica de las autocracias que bien podría encajar, ‘mutatis mutandis’, en el manual de estilo franquista.
Colará… o no. La propaganda, incluso la más eficaz, suele tener un recorrido escaso. Es probable que el escándalo pierda protagonismo en la conversación de la calle y que la gente acoja con agrado la posibilidad de volver a los estadios o de poder descubrirse la cara en verano. (Inciso: esta última norma envía a la población, y por segunda vez, el peligroso mensaje de que la pandemia ha terminado). Pero se trata de una táctica de corto plazo. Por una parte, los beneficiarios del perdón ya han demostrado que no se van a mostrar simpáticos. Por otra, existe una consecuencia que ya es inevitable, y es el asentamiento de la desconfianza en la palabra de Sánchez. Esa pérdida de crédito empezó mucho antes, desde la misma investidura, pero cobra especial relevancia en el caso flagrante de la libertad de los presos catalanes. No sólo porque muchas mentiras pequeñas o medianas acaban convirtiéndose en una muy grande sino porque la insurrección separatista dejó en la conciencia nacional una huella imborrable, una de esas heridas imposibles de cicatrizar a base de cataplasmas superficiales.
Al presidente le va a costar más de lo que cree remontar esa sensación generalizada de agravio. Los sondeos que radiografían las tripas del electorado detectan un progresivo rechazo entre cuyas causas esenciales figura su reiterado hábito de engaño. Su figura ha devenido en el típico ejemplo del vendedor al que nadie compraría un coche de segunda mano. Sus asesores, presuntos expertos en ‘marketing’ posmoderno, aún piensan que es fácil engatusar al pueblo con argumentarios de repertorio acompañados de baratijas y espejuelos, regalos del César en sus momentos espléndidos. Pero los españoles conocen sus derechos. Y en algún momento se van a cansar de que les tomen el pelo.