IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Seguro que el Gobierno puede explicar la razón de que pagar más impuestos otorgue más derechos y más privilegios

El Ayuntamiento de Barbate reclama una deuda histórica. No en abstracto, no: exactamente de 411 millones, coste calculado de sus déficits estructurales, sus necesidades de desarrollo, el lastre de albergar un polígono de entrenamiento militar por el que no recibe compensaciones y la incidencia del narcotráfico. Hay un memorándum al respecto que reivindica la «singularidad» específica de una localidad con la segunda menor tasa española de empleo. Particularidades no faltan: la crisis pesquera y conservera, la baja renta per cápita, un pasivo municipal de casi un 350 por ciento, la droga como principal ‘industria’ del pueblo.

Barbate es pobre, muy pobre, aunque una parte de sus vecinos exhiba un llamativo tren de vida que sugiere la existencia de una potente economía sumergida. No hace falta preguntar por qué: en muchos de sus quioscos se venden productos bastante más rentables que las chucherías, y en sus playas hay una actividad nocturna –a veces también a pleno sol– bastante lucrativa. Pero ése no es exactamente el tipo de prosperidad deseable en una población digna, cuyos insuficientes ingresos legales proceden en su mayoría de la estacional y por tanto inestable temporada turística. También hay allí otro factor de excepcionalidad, en este caso política: un alcalde andalucista, que en estos tiempos constituye casi una reliquia.

Quizá los arúspices del Estado plurinacional deberían ir a explicarles su proyecto a los barbateños. Seguro que disponen de una batería de argumentos para convencerlos de que los contribuyentes de una comunidad rica como Cataluña son más singulares que ellos y se hacen acreedores de más derechos. No debe de resultar muy difícil sostener en la costa del Estrecho que quienes pagan más impuestos merecen mayor inversión y capacidad de autogobierno para disponer de sus propios recursos financieros. Y quien dice en el litoral gaditano puede decir en el olivar de Jaén, en la huerta valenciana, en los ‘concellos’ gallegos, en el páramo castellano o en el secarral de Los Monegros. Seguro que los habitantes de todos esos sitios entienden sin problemas que el concepto de progreso incluye un reparto discrecional de privilegios.

Los están esperando. A Juan Espadas, al apóstol Zapatero, al moderado Illa, a las ministras de Hacienda o de Trabajo. O al de Interior, para preguntarle por la dramática supresión del grupo policial antinarcos. De Sánchez ni hablamos, pero los demás dirigentes socialistas ya tardan en hacer una gira por España vendiendo las bondades de su nuevo evangelio solidario, ese curioso modelo territorial donde el Ebro y la ideología nacionalista dividen en dos clases a los ciudadanos. Pedagogía progresista sobre la reinterpretación diferencial del Título Octavo. Y sobre ese criterio redistributivo que convierte en sujetos de trato especial a los catalanes y no a los andaluces o a los murcianos.