Barcelona, ciudad abierta

NICOLÁS REDONDO TERREROS-EL MUNDO

El autor sostiene que, tras la presentación de Valls, los ejes políticos en Barcelona serán cosmopolitismo versus nacionalismo, futuro frente a pasado, una sociedad abierta frente a una sociedad replegada.

LA DEMOCRACIA social-liberal está sometida a fuerzas extremas. Unas, las populistas de izquierda, con una importancia que no es marginal, consideran que el sistema democrático nacido después de las guerras mundiales del siglo XX no puede satisfacer las nuevas exigencias de igualdad e impugnan las bases más características del modelo. Las otras, las populistas de derechas y las nacionalistas, consideran que la democracia actual se muestra incapaz de enfrentarse con garantías a la inseguridad provocada por fenómenos desconocidos y miran con nostalgia un pasado inexistente de grandeza y seguridad. Ambas expresiones extremistas muestran su oposición a la UE y a cualquier atisbo de cosmopolitismo, necesario para liderar el imparable proceso de mundialización que estamos viviendo. Pareciera que el tedio, el aburrimiento o una especie de gas del pantano según palabras de Steiner, hubiera dado paso en Occidente a un tiempo en el que las sociedades necesitan el vértigo que provoca estar al borde del abismo, las emociones fuertes de todos los orígenes, la tensión de las revueltas o los sentimientos poderosos de quienes rechazan las rutinas, abrazando de esta forma un pasado inexistente o un futuro que ya se experimentó, desgraciadamente.

Han sustituido la razón en el espacio público por el sentimentalismo, la interpretación de los intereses generales a través de las instituciones representativas por las reivindicaciones sectoriales, directas y realizadas desde la movilización popular. La consecuencia más evidente de todo esto es una crisis, más o menos larvada, de los partidos políticos tradicionales que ha provocado la aparición de nuevas formas de participación política, más coyunturales que las que representan los partidos tradicionales, con liderazgos más poderosos que antaño y sin las limitaciones de las estructuras fuertes y estables de las organizaciones políticas de masas. Esa revolución en los cauces de la participación política clásica ha aparecido con estructuras totalmente nuevas –ejemplo característico es la que lidera Macron en Francia– o absorbiendo las de los viejos partidos –ejemplo de esta realidad lo tenemos en la conversión del Partido Republicano estadounidense, que una vez desalojadas las familias republicanas tradicionales, se ha convertido en un instrumento personal de Trump–.

En Cataluña, por la agresión de los independentistas al sistema democrático y la presión ejercida sobre la sociedad, aparecieron los primeros síntomas de la crisis de los partidos tradicionales con la aparición de Ciudadanos, a costa del PSC y el PP. La culminación de este proceso es la aparición de Manuel Valls, ex primer ministro de la República francesa, con una plataforma que tiende a conseguir la mayor transversalidad social en una sociedad rota y enfrentada. El hecho de que Valls presente una candidatura al Ayuntamiento de Barcelona plantea nuevos ejes de debate político no sólo en esa ciudad, sino también en Cataluña y en el resto de España. Un eje de conflicto electoral nuevo será el que enfrente el cosmopolitismo y el nacionalismo. En Cataluña, y no tan claramente en Barcelona, un nacionalismo replegado, doliente y plañidero se ha adueñado de todo el espacio público de forma asfixiante. Todo su discurso político se fragua desde el convencimiento de ser un pueblo-víctima que no ha conseguido los objetivos a los que indudablemente estaba predestinado por la opresión violenta e ignorante de los españoles –Puigdemont, el más exhibicionista de todos ellos, aumenta el listado de enemigos a la UE, que no ha sabido ver, según su curiosa interpretación de la realidad, la trascendencia casi religiosa del pueblo catalán y su largo calvario–.

En ese victimismo, bien cultivado durante años y años con dinero público y privado, han basado tanto sus éxitos electorales como su supremo e incuestionable derecho a saltarse las leyes –¿cómo recriminar a un pueblo oprimido durante siglos por unas pequeñas infracciones legales si son necesarias para quebrar el yugo opresor?–. Tampoco les parece un inconveniente trascendente para lograr su epifanía política que el primer partido en las elecciones libres autonómicas sea un partido político de «la opresión». Su calvario les da derecho a todo, a insultar al adversario, a imponer su estrecho marco político a toda la sociedad catalana, a saltarse las leyes, a interpretar la realidad a su gusto, sin derecho a la crítica, a la oposición o a la discrepancia. El alma y la identidad de los independentistas catalanes sólo sobrevive en la tensión, creando enemigos aunque sean más imaginarios que reales; necesitan el conflicto para mantener la pureza recogida en su santo grial.

El cosmopolitismo representa todo lo contrario. Nos hacemos dueños de nosotros mismos y lo que la sociedad sea es producto exclusivamente de nuestras decisiones, sin necesidad de trasladar la responsabilidad a terceros más o menos lejanos. Esa voluntad de ser dueños de nosotros mismos sólo puede desarrollarse en sociedades libres y abiertas a las ideas de los que son distintos, abiertas a la discrepancia, sin miedo a mezclas y combinaciones variadas de personas y de ideas. Las sociedades abiertas son lo contrario a las sociedades estamentales–ahora organizadas en base a la idea de un pueblo oprimido o a la de un idioma reprimido– que, en ocasiones estruendosamente y en otras con sigilo, han intentado organizar durante 40 años los nacionalistas. La diferencia entre el cosmopolitismo y el nacionalismo, siguiendo a Benda a través de Finkielkraut, se encuentra entre «la cultura», entendida como el ámbito en el que se desarrolla la actividad espiritual y creadora del hombre, y «mi cultura», entendida como el espíritu del pueblo al que pertenezco y que impregna desde mis pensamientos más elevados a los gestos más sencillos.

Las próximas elecciones en Barcelona también se convertirán en un conflicto político entre el pasado y el futuro. No cabe duda de que el repliegue sobre uno mismo, sobre las tradiciones, buscando la seguridad que creen perdida en la actualidad, representa el pasado, el rechazo a los fenómenos que origina una mundialización tan inevitable como positiva en términos generales.

Durante mucho tiempo los españoles estuvimos ensimismados, alérgicos a los cambios que iban transformado el mundo que nos rodeaba; hoy esa inclinación la representan mejor que nadie los nacionalismos periféricos. Por mucho que pinten la fachada y diseñen el escaparte, los nacionalismos excluyentes en su esencia rechazan lo que ignoran y lo que no está alineado en su estrecho marco discursivo. Valls, que representa toda la complejidad del siglo XXI, se enfrentará electoralmente en Barcelona a los que basan la fuerza de su discurso en el sitio de Barcelona de 1713-14, siguiendo a pies juntillas a Renán cuando escribió: «El olvido, e incluso aseveraría que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación». Los independentistas rendirán pleitesía al pasado y a una identidad creada, como todas, artificialmente; los otros, sintiéndose mayores de edad, buscarán gestionar lo mejor posible la mundialización para hacer de Barcelona la ciudad, no sólo de Cataluña o de España, sino de todo el Mediterráneo.

IGUALMENTE entrará en conflicto si Barcelona es una ciudad de acogida o es una ciudad que expulsa. No me estoy refiriendo exclusivamente a la acogida que tienen las personas que vengan de donde vengan son necesarias para mantener el bienestar económico. A ese grupo necesario se le suele recibir bien, resignadamente en ocasiones, y siempre con las condiciones de empezar desde lo más bajo posible y de que expresen el agradecimiento debido a sus benefactores o por lo menos no perturben la tranquilidad de sus sueños. ¡No!, me refiero a aquéllos que añaden valor cultural e intelectual a la sociedad y que en no pocas ocasiones terminan siendo molestos. Hace unas pocas décadas Barcelona era el centro de la literatura hispanoamericana, última expresión cultural en mucho tiempo que permitió que el español y todo lo que representa fuera el punto de atención del mundo entero; hoy muchos barceloneses insignes viven en Madrid y otros sencillamente viven un exilio interior y resignado.

Aparecerá también el conflicto entre la razón y el egoísmo. La razón es el motor de la idea política más ambiciosa de la humanidad, la creación de un gran Estado por la suma pacífica, democrática y libre de muchos Estados- nación, que sólo hace 80 años llevaron a los europeos a episodios tan inhumanos como inimaginables, ¡ésa y no otra es la apuesta que representa la inconclusa UE! Enfrente estarán los que apoyan condicionalmente el proyecto europeo, aquéllos que se sienten europeístas si les va bien y si consiguen imponer sus intereses. Porque los nacionalistas entienden la relación con la UE como entienden la relación con el resto de España, condicionalmente, siempre que no contradiga su marco mental y sus pretensiones.

Así, en Barcelona los ejes políticos serán, gracias a la presentación de Valls, cosmopolitismo versus nacionalismo, futuro frente a pasado, una sociedad abierta frente a una sociedad replegada sobre ella misma, UE frente a unos egoísmos nacionales cada vez más pequeños e intransigentes.

Por todo esto, harían bien los socialistas catalanes en reflexionar sobre el papel que les corresponde en esta contienda electoral. Pueden quedarse bailando al ritmo incomparable de Queen o de verdad colaborar en la victoria de los principios que inspiraron la primera socialdemocracia. Ellos, y sólo ellos, tienen la última palabra.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.