Francesc de Carreras-El Confidencial
- Hace una docena de días que la violencia recorre el centro de la ciudad: agresiones a la policía, incendios, saqueos, robos
Barcelona, y por extensión Cataluña, es desde hace años una ciudad sin ley. Recuerda aquellos pueblos del Oeste americano, tan bien descritos en las películas, donde el ‘sheriff’ estaba a sueldo del cacique que imponía su propia ley (como en ‘El tren de las 3:10’) o el jefe de la banda de forajidos aterrorizaba a los habitantes de la zona a punta de pistola sin que nadie se le enfrentara excepto Gary Cooper (como en ‘Solo ante el peligro’).
Comerciantes, granjeros y agricultores, las buenas gentes, les ‘braves gens’ de las canciones de Brassens, callaban y obedecían sin rechistar al sentirse indefensos porque nadie les protegía, desamparados porque allí no había autoridad y reinaba la ley de la selva. De pequeño me gustó ‘Dodge, ciudad sin ley’, creo que este era su título en castellano, un ‘western’ clásico de los años cuarenta. Lo he recordado estos días.
Tras su esplendor de fines del siglo pasado, Barcelona se ha ido deslizando hacia una imparable decadencia. Desde luego, ha tenido mala suerte y por partida triple. A la inevitable influencia de un nacionalismo catalán que ya había sumido la ciudad y toda Cataluña en un progresivo aislamiento cultural, a partir de 2012 este nacionalismo dio el giro independentista del ‘procés’ que aún dura.Digan lo que digan aquellos que con el optimismo de la voluntad lo niegan y sostienen que el famoso ‘procés’ ha fracasado, yo lo veo no solo vivito y coleando sino, además, con unas complicidades en Madrid y otras partes de España que antes no tenía, y que pueden ser determinantes en un futuro muy próximo. Esta situación ha ocasionado una decadencia económica que será difícil remontar.
Pero además de estos dos elementos generales de Cataluña, con evidentes repercusiones en su capital, desde 2015 ha caído sobre Barcelona otra plaga: la alcaldesa Ada Colau al frente de En Comú Podem, partido con una confusión mental más que notable y representante de Podemos en Cataluña. No es que tenga ni muchos votos ni muchos concejales, Ada Colau. En las últimas elecciones de 2019 obtuvo, en números redondos, 156.000 votos de 754.000 votantes y 1.140.000 electores. Total, el 21% de los votantes, poco más de una quinta parte, y 10 concejales de 41 en total. Ni siquiera fue el partido más votado.
Pero como se da por supuesto que es un partido de izquierdas —grave error— porque ella misma se atribuye esta condición, siempre logra auparse a la alcaldía y ejercer desde allí —con la complicidad de un dócil y desdibujado PSC— una incomprensible política de deterioro de la seguridad pública, la viabilidad y el urbanismo, que provoca incomprensiblemente graves males para el turismo, centro neurálgico desde los años ochenta de la economía barcelonesa.
Un reciente artículo en ‘La Vanguardia’ de José Antonio Acebillo, el prestigioso jefe de los servicios de arquitectura de la Barcelona olímpica, denunciaba el urbanismo que practicaba Colau, al que denominaba, despectivamente, «cutre».
Ya elegida, pero antes de tomar posesión del cargo en 2015, le preguntaron a Colau —entonces conocida activista a favor de los okupas— si obedecería las leyes. Contestó que sí, que las obedecería, pero solo aquellas que fueran buenas. Ella no es capaz de entenderlo, lo ha repetido otras veces, pero expresándose así se situaba por encima de las leyes, ella escogía las que le convenían, actuaba como los reyes absolutos predemocráticos, cree en el derecho natural. En definitiva, venía a decir: la ley soy yo, no el pueblo.
Además, lo ha practicado. Cuando se echen cuentas de lo que debe pagar ‘su’ ayuntamiento por responsabilidad patrimonial a ciudadanos que han acudido a los tribunales en demanda de justicia, se verá el daño causado a lo público —no a lo ‘común’, que no se sabe qué es— y si es de izquierdas o una autoritaria populista de derechas. Claro que dispara con pólvora del rey, ella no pone ni un duro, al contrario, sus amigos y la parentela de estos ya están ocupando cargos en el ayuntamiento.
Antes de tomar posesión del cargo en 2015, le preguntaron si obedecería las leyes. Contestó que sí, pero solo aquellas que fueran buenas
No hace falta comentar, por sabido, el respeto a la ley de los separatistas en el Gobierno de la Generalitat, hasta llaman ‘presidente en el exilio’ a un prófugo de la Justicia y ‘presos políticos’ a personas condenadas en un juicio justo. Además, en estos días, la sensación que han dado es que la responsabilidad de los disturbios debe atribuirse más a la policía —Mossos y Guardia Urbana— que a los violentos. Si hubiera intervenido la Policía Nacional, seguro que la responsabilidad sería toda suya, al 100%, como en el infausto 1 de octubre de 2017.
Pero desde Cataluña también se encuentra a faltar el silencio del Gobierno. Que sepa, el presidente Sánchez no ha pronunciado palabra sobre la situación, quizá porque comparte gabinete con un socio que alienta los tumultos. No digamos nada de la llamada sociedad civil catalana, siempre tan callada, tan servicial con el poder, tan meliflua en sus declaraciones, tan vaticana: «Condenamos la violencia… venga de donde venga».
Pero han detenido a seis italianos. Esperemos que si hay violencia, por ejemplo, en Milán, no detengan a italianos sino a seis catalanes. En justa correspondencia.