LIBERTAD DIGITAL 19/10/16
JOSÉ MARÍA ALBERT DE PACO
· Con Ada Colau, la Ciudad Condal no puede organizar unos Juegos, sino un evento alternativo con países tipo Palestina o Venezuela.
Se cumplen 30 años del día en que Juan Antonio Samaranch, a la sazón presidente del Comité Olímpico Internacional, dio lectura del nombre de la ciudad ganadora de los Juegos del 92. «A la ville du…», proclamó, y tras una pausa propia de los Oscar, ya con pronunciación catalana (del Turó Park): «¡Barsalona, España!». Al punto, la cámara mostraba el confuso alborozo del alcalde Maragall, al que Serra malacariciaba las mejillas, como enjugando unas lágrimas que no llegaron aflorar. Cuatro años antes, Romà Cuyàs, delegado del Ayuntamiento para la preparación de los Juegos, exponía en El País la conveniencia de que Barcelona acogiera los juegos de la XXV Olimpiada. Con el fiasco de los mundiales aún reciente, no era una mercancía fácil de colocar. De ahí, tal vez, la contención que presidía el texto:
Es un proyecto noble y prestigioso que enlaza con nuestras tradiciones y afán de capitalidad bien entendida y de universalidad. Es un proyecto ambicioso, pero no utópico. Se trata de un reto, de un paso adelante, para amoldar el futuro y no ser simples receptores pasivos.
Hoy sabemos que el beneficio para España de aquel acontecimiento rebasó todas las expectativas, incluso las de sus más osados propagandistas. De algún modo, fue un rito de paso a la modernidad, un antígeno contra la cutrez. En cuanto a lo que supuso para Barcelona, no hubo más que ver a los barceloneses, que se desprendieron de su natural flojera abatimiento para convertirse en gráciles (¡rumbosos!) expertos en arquitectura.
Se cumplen 30 años, en fin, del día en que el Pasquis, envuelto en un gabán imposible, botó de contento en las fuentes de Montjuïc. Habíamos ganado; ni siquiera sabíamos qué, pero habíamos ganado.
Maragall volvió este lunes al escenario de aquel desparrame (al lado de Pujol, aun el menor indicio de alegría lo era, y ésa fue en verdad la gran diferencia entre ambos). Lo hizo acompañado, como corresponde a un hombre enfermo. Entretanto, el Ayuntamiento de Barcelona, con Ada Colau al frente, celebraba la efeméride conforme a su credo, esto es, borrando el nombre de Samaranch de la escultura que éste donó a la ciudad en 1996. Y haciéndolo, además, en nombre de la memoria. Qué magnífica metáfora no habría desautorizado Susan Sontag. No por Maragall, obviamente, sino por los comunes y su torturada relación con el pasado, que no es más que la proyección de su ineptitud para encarar el presente.
La más reciente operación del Gobierno municipal es esa exposición en la que se muestra a Franco sin cabeza, y que nada tiene que ver con dar a conocer los símbolos históricos (para eso bastaría con que no hubieran ordenado retirar las placas del Ministerio de la Vivienda, tan simbólicas). No, tiene que ver con la instrucción pública, con la recta moral, con el señalamiento de los buenos y, sobre todo, de los malos. Y con la regañina, claro. La izquierda nunca desiste de regañar a la ciudadanía: Vuestra indiferencia, barceloneses, propició que esas estatuas se exhibieran por Barcelona en plena democracia. Pero aquí estamos nosotros para reparar el agravio. (La interpretación por parte del nacionalismo, que tilda la muestra de franquista, no va desencaminada, pero ellos, claro, no saben por qué).
Desde Maragall, no ha habido en Barcelona ningún otro alcalde virtuoso. Eso sí, de ninguno de los que pasaron por el cargo se puede decir lo que ya se puede decir de Colau: con ella no habría habido Juegos Olímpicos. Y sí, muy probablemente, un evento alternativo, con países tipo Palestina o Venezuela, que reviviera el espíritu de las viejas olimpiadas populares. Y que, en lugar de promover los valores de la competitividad, promoviera los de la cooperación, la solidaridad y el bien común. En ello estamos.