Barrabás

IGNACIO CAMACHO, ABC 28/11/13

· Estrasburgo ha soltado a Barrabás, pero carece de doctrina para indultar la cadena perpetua moral de sus víctimas.

Estrasburgo ha soltado por su cuenta a Barrabás, esta vez contra el criterio aclamatorio del pueblo, y Barrabás sale del presidio sin arrepentirse, multiplicado en decenas de asesinos que ni siquiera han tenido en su inmensa mayoría el detalle de pedir perdón a sus víctimas. Más bien al contrario tienden, expresión hosca, ceñuda, torcida, a victimarse ellos mismos como reos de un sistema vengativo que pretendía encerrarlos por rencor más tiempo del que les correspondía.

Han invertido la premisa esencial de este doloroso litigio del derecho contra la justicia: en vez de sentirse beneficiados por una dudosa gracia leguleya se presentan a sí mismos como agraviados mártires de una prolongación ilegítima de condena. Los etarras lo interpretan, con cautela táctica, como una victoriosa liberación –paz por presos– de rehenes políticos; los criminales comunes desparraman su mirada de extravío al abandonar la cárcel como si se enfrentasen, ellos, a una jauría social de lobos resentidos. Pobrecitos inocentes rousseaunianos atropellados, sin misericordia de su error, por el desorden estructural de una sociedad injusta.

El ruido del debate público sobre la sentencia Parot se ha centrado en el desamparo de las víctimas del terrorismo, vestales de la resistencia violadas moralmente a última hora por una suerte de callado armisticio. Pero no es menor el escarnio de los deudos de las niñas secuestradas y torturadas, de las jóvenes desaparecidas en macabros sumideros de angustia: las familias de Anabel Segura, de Olga Sangrador, de las muchachas de Alcácer. O la huella psicológica, destructiva e imborrable, del asalto sexual en las mujeres violadas por maníacos que las marcaron de por vida.

O el irritante sarcasmo de las indemnizaciones solicitadas –a la Justicia española, no a la europea, por el momento– por los canallas que volatilizaron el cadáver de Marta del Castillo. Apenas les queda el consuelo de una esquela flotando en el océano del dolor y de la ausencia cuando los administradores de su vitalicio espanto respiran el aire de la libertad y contemplan sin una palabra de compasión la luz dorada del otoño. El Tribunal de Derechos Humanos no tiene jurisprudencia ni doctrina para aliviar esa otra condena del silencio, el luto y la soledad, esa cadena perpetua de los otoños de la memoria.

Han soltado a Barrabás, le han minorado la pena y encima parece que los culpables, los malos, somos los disconformes. Por sentir solidaridad hacia las familias quebradas y clamar –en el desierto– que se cumpla el sentido reparador de la condena. Por no sentir un ápice de buenista simpatía hacia los convictos de una violencia oscura, tortuosa, abismal. Como si no tuviésemos derecho a la duda y a la queja. Como si no fuese verosímil, probable incluso, que les acabemos subvencionando su nueva vida… o viéndolos sentarse en escaños de concejales.