«Hay que reformar la Constitución porque…
….la gente lo pide».
La clásica apropiación indebida de la voluntad popular, ahora asumida por el mainstream. Según el último CIS, siguen siendo mayoría (37,2) los españoles que defienden el status quo autonómico. Y, en caso de reforma, son más los que piden algún tipo de recentralización (26,9) que los que reclaman un mayor poder para las autonomías o la independencia (23,2). Es cierto que las encuestas ya no tienen crédito. Pero tampoco las élites controlan los procesos plebiscitarios. ¿Se imaginan una victoria del no? El colombiano Santos tampoco.
… porque hay que generar una nueva ilusión colectiva».
Una confesión de incapacidad política. Es cierto que el separatismo tiene un proyecto y el constitucionalismo, no. Rubalcaba acudió a la metáfora inmobiliaria: una casita a estrenar frente a un viejo edificio agrietado. Pero ese nuevo proyecto español –claro, valiente, movilizador– no puede construirse a costa de la Constitución. Debe hacerlo a su favor. En defensa de la libertad, la igualdad y la modernidad. Si ninguno de los líderes nacionales es capaz de generar ilusión sin renunciar al mayor éxito español es que hacen falta nuevos líderes. Incluso hace falta un partido nuevo.
… porque los jóvenes no la votaron».
Tampoco votaron la americana (1787) ni la francesa (1958) ni la alemana (1949). Y, según los sondeos, no quieren reformar la italiana (1947). A los jóvenes habría que enseñarles a no confundir la participación política con el adanismo institucional. Pero, sobre todo, habría que enseñárselo a los adultos.
… porque el mundo ha cambiado por la globalización y la revolución tecnológica».
Sin duda. Y la consecuencia política más relevante es la vuelta del nacionalismo y el populismo a través del miedo y la mentira. Este nuevo Brave New World exige la defensa de los sistemas democráticos, no su cuestionamiento. El desmontaje de las mentiras, no su legitimación. Y en España no hay mayor mentira que la que imputa al sistema de la Transición problemas que son propios de todas las democracias modernas. No ha fallado el modelo; ha fallado la política: la deslealtad de unos, el sectarismo de otros y la vacilación de los terceros.
… porque hay que reconocer la integración de España en Europa».
El pretexto más débil de los reformistas. La integración española en la UE es una realidad política, jurídica y económica que se reafirma y actualiza diariamente. Y lo último que necesita ahora el proyecto común europeo es otro estado-miembro abierto en canal. Necesita lo contrario: un discurso libre de esencialismos y combativo con el tribalismo y la irracionalidad. Y España, como nación cívica que lleva 40 años de agresiones nacionalistas, se lo puede ofrecer.
… porque hay que acabar con la desigualdad en la sucesión a la Corona».
El pretexto más hipócrita. La izquierda que clama contra la desigualdad en la sucesión a la Corona apadrina la extensión del único elemento radical y anti-igualitario de la Constitución: los derechos históricos. Defienden el derecho de la hipotética hija mayor de la infanta Leonor y callan ante los concretos privilegios fiscales del País Vasco y Navarra.
… porque hay que renovar el consenso del 78».
Y lo dicen en serio. Claro que PP, PSOE y C’s podrían reformar la Constitución. En una mañana generosa y lúcida, incluso podrían forjar una gran coalición. Pero ese nuevo consenso no superaría el del 78. La Constitución fue aprobada con 325 votos a favor, 6 en contra y 14 abstenciones. Hoy, con Podemos en el Congreso y el nacionalismo en el monte, recibiría 250 votos favorables y hasta 100 en contra. Y eso si el PSOE no se rompe.
… porque las circunstancias son óptimas».
No es un invento. Lo dijo Margallo: «Un Parlamento fragmentado alienta el diálogo y el acuerdo». Por suerte luego tomó la palabra Sosa Wagner. Recordó que «para iniciar un proceso constituyente o de reforma constitucional es necesario una sociedad integrada» y no este paisaje de Iglesias, Rufianes y Puigdemonts. Advirtió, frente a la ingenuidad de la corriente, que abrir el melón constitucional es provocar el debate republicano.
… porque hay que combatir la desafección hacia la política y las instituciones».
Veamos. ¿Cuáles son las principales causas de la indignación ciudadana? La corrupción y el ensimismamiento de los partidos. ¿Cómo se atajan? Con una Justicia independiente y partidos más abiertos. ¿Qué dice la Constitución? El artículo 122 fija el mecanismo de elección para que el órgano encargado de nombrar a los jueces no dependa de los partidos políticos. El artículo 6 establece que los partidos «en su estructura y funcionamiento interno deberán ser democráticos». ¿Qué ha ocurrido? Los partidos han incumplidos ambos preceptos de la Constitución. Y ahora le echan la culpa.
… porque hay que cerrar el modelo autonómico».
Es el argumento de los reformistas racionales: ordenemos las competencias, distingamos las exclusivas de las compartidas, tapemos las vías de agua del maldito Título VIII. Todo eso está muy bien. Tan bien que no requiere una reforma constitucional. Puede hacerse mediante ley orgánica por la vía rápida del artículo 167.
… porque hay que reconocer nuevos derechos sociales».
Una propuesta que comparten Podemos y C’s. Nuevos derechos a la vivienda, a la salud, a la protección del medio ambiente… Como si España fuera un páramo de injusticia y exclusión. Y como si el más urgente debate europeo no fuera la sostenibilidad del Estado del Bienestar. Ahora que tanto preocupa la posverdad, animemos a los valientes a que encaren la realidad. A que digan que no habrá democracia ni bienestar sin más responsabilidad.
… porque es demasiado tarde para aplicar el artículo 155».
Se lo oí decir a Jorge de Esteban y pensé: profesor, no tires la toalla. No descartemos el poder del 155 –no, no digo los tanques; digo el 155, es decir la intervención política y administrativa de una comunidad que se declara en rebeldía– y sobre todo no despreciemos el poder de la política para derrotar al nacionalismo en los medios y en las urnas.
… porque hay que resolver el problema territorial».
Ese eufemismo. España no tiene un problema territorial; tiene un problema secesionista y, sobre todo, un profundo problema de autoestima. Lean a los arbitristas del siglo XVII y valoren estos cuarenta años democráticos. Los centristas se han creído las mentiras de los extremistas. Y los modernos han dejado que los reaccionarios les llamen viejos. El constitucionalismo español se ha convertido en un arbitrismo de la resignación.
… porque hay que buscar un nuevo encaje para Cataluña».
Ah, por fin la verdad. La que disimulan los tres partidos que se dicen constitucionalistas, aunque de vez en cuando se les vaya una frase. Rubalcaba: «El problema es que a la gente la entierran con la senyera y la bautizan con la estelada». Lógico. El nacionalismo lleva 30 años de hegemonía política, mediática y cultural. Lo insólito es que, en lugar de rectificar esa dinámica, se proponga su prolongación. La verdadera finalidad de la reforma constitucional es dar satisfacción al nacionalismo catalán y, de rondón, al vasco. Esto plantea el grave problema moral del chantaje. En el caso catalán, se premian la deslealtad y los ataques a la ley y a la libertad. En el vasco, los 800 asesinatos. ¿Y a cambio de qué? La pregunta que nunca se hace: y el nacionalismo, ¿a qué va a renunciar? El nacionalismo es sinónimo de reivindicación e incompatible con la satisfacción. No busca un nuevo encaje en la Constitución sino el desencaje español.
Sin embargo, en el Wellington los reformistas siguen debatiendo. Ahora explícitamente sobre cómo solucionar «las preocupantes reclamaciones catalanistas», que es como Muñoz Machado calificó el chantaje secesionista en su último artículo en El País.
«Hay que reformar la Constitución para…
… subsanar el gravísimo error de la sentencia del TC sobre el Estatut».
¿Hay alguien ahí, preferiblemente catalán, que recuerde los artículos anulados? No. Bien. Sigamos. Estamos ante la típica lógica nacionalista y de cualquier populista: yo incumplo, tú me corriges; yo ¡pueblo! me rebelo, tú te fastidias. Así razonaron los tabloides británicos en defensa del Brexit. Así razonó Miquel Roca contra el TC. Y luego apareció Carmen Calvo: «¡Sí, todos debemos sentirnos responsables!» Ah, no, no. Ni yo ni el Estado de Derecho tenemos la culpa de que Lluís Llach quiera independizarse. Lean la entrevista de Iván Tubau a Tarradellas en el verano del 82: «Lo que hay ahora en Cataluña es una especie de dictadura blanca. Las dictaduras blancas son más peligrosas que las rojas. La blanca no asesina ni mata ni mete a la gente en campos de concentración, pero se apodera del país, de este país».
… para hacer del Senado una auténtica cámara territorial para que Cataluña se sienta representada».
Así ya tendremos dos. El problema no es que el Senado no represente a las autonomías sino que lo haga el Congreso. Y eso no se remedia con una reforma constitucional. Quizá con otra ley electoral. Y con un cambio de cultura en el PSOE: del identitarismo a la igualdad; del sectarismo anti-PP al pacto en defensa del Estado. En todo caso, al nacionalismo, como a muchos españoles, el Senado le da igual. Como si lo cierran. Su aspiración es la misma que la del Misántropo de Molière: «¡Yo quiero que me distingan!» Y eso sólo significa una cosa: el derecho a decidir. El derecho a que otros no decidan. La soberanía.
… para fijar un modelo de financiación autonómica que guste a Cataluña».
Todavía hay quienes creen –Sáenz de Santamaría, por ejemplo– que el nacionalismo se neutraliza con dinero. Todos los sistemas de financiación autonómica fueron pactados por el Gobierno central y la Generalidad. Dos momentos para el recuerdo. 20 de octubre de 1996: el presidente Pujol viaja a Lepe (sí, a Lepe) para defender el acuerdo cerrado con Aznar. El alcalde socialista le entrega las llaves de la ciudad y Pujol declara: «A veces hay unas reacciones iniciales que después, con el tiempo, resulta que no estaban justificadas. Con el sistema de financiación se verá que no hay base para este rechazo». 12 de julio de 2009: Montilla celebra el modelo de financiación pactado con Zapatero. Dice que «cumple perfectamente» el Estatut y lo califica como «una victoria de la Justicia» que «hará grande a Cataluña, a su gente y sus valores».
… para hacer un gesto en favor de la lengua y la identidad cultural catalanas».
El reformista Xavier Arbós, propuesto por el PSC como candidato al TC, sugirió que el Poder Judicial tenga como requisito el conocimiento de las lenguas cooficiales. Garzón se salva por inhabilitado. Todos los demás, a la academia. El argumento lingüístico es perverso. El catalán nunca ha gozado de mayor proyección que ahora y España es el único país del mundo donde los niños tienen vetado su derecho a aprender en la lengua común. El nacionalismo ha pisoteado sistemáticamente el artículo 3 de la Constitución y todas las sentencias dictadas en su defensa; por cierto, con la anuencia de los Gobiernos centrales. ¿Y qué plantea el actual? Dar a ese atropello cobertura constitucional. Ayer lo contaba La Vanguardia: «El Gobierno se plantea reconocer la identidad cultural de Cataluña en la Constitución». Los escépticos sobre la existencia de una identidad cultural catalana ajena a la española encontrarán argumentos de refuerzo en un excelente discurso de Juan Claudio de Ramón en Barcelona (https://www.youtube.com/watch?v=2y68WqXn0Yg).
… hacer de España un Estado auténticamente federal».
El gamusino de la política española. O, como dice Tomás Ramón Fernández, «un espejismo semántico». Un ejemplo perfecto de cómo la política pervierte el sentido de las palabras. Y el suyo propio. El federalismo es sinónimo de integración, de igualdad y de claridad jerárquica. En Alemania, cuando las leyes estatales chocan con las regionales se imponen las estatales. Lo explican bien Sosa Wagner y dos grandes federalistas, Solozábal y Blanco Valdés: el nacionalismo jamás aceptará un modelo federal porque es su antónimo. Según el ABC, al Gobierno de Rajoy le gusta la Declaración de Granada, en la que el PSOE dice federal pero quiere decir confederal. Asimétrico. Desigual. Escuchen a Rubalcaba hacer de Rubalcaba: «Defendemos una igualdad que reconozca diferencias que no son desigualdades». Y pídanle que aclare exactamente qué comunidades van a ver reconocidas esas mágicas diferencias igualitarias. A ver qué opina Susana, la sucesora.
… reconocer que España es una nación de naciones».
Djo Roca que esto no lo inventó un catalán sino Anselmo Carretero, «de la Castilla más auténtica». Ya. Y lo hizo suyo Felipe González, en un artículo escrito con Carmen Chacón: España, «nación de naciones» y Cataluña, «nación sin Estado». Pero esa nación pasiva no es la nación de los nacionalistas. Ayer, en El País, Urkullu aparentaba racionalidad: «La Constitución española diferencia nacionalidades y regiones. Nacionalidad es nación». Estupendo. Pero, entonces, ¿por qué se empeña en revisar el Estatuto para incluir el reconocimiento del País Vasco como nación? En la misma línea está Miguel Herrero, padre de la Constitución y ahora defensor de su «mutación» por la puerta de atrás. Ha sugerido que se reconozca la realidad nacional de Cataluña en una nueva disposición adicional. Así tendremos una nación española cuya Constitución afirma y privilegia la nación catalana. Y quizá también la vasca. Y por qué no la gallega. Y qué decir de la andaluza. Así se llegará a Clavero Arévalo: nación para todos. Constitucionalismo creativo, lo llaman.
…para hacerla más empática».
La palabra de moda. Feijóo la elevó a titular en el Círculo de Economía de Barcelona: «La ley no puede ser obstáculo para la empatía». Es una vuelta de tuerca posmo a la falaz contraposición entre ley y democracia. Como si la Constitución y las leyes españolas no expresaran ya los deseos y exigencias de los votantes soberanos. Y es también un paso más en la actual deriva sentimental de la política. Lean el último libro de Manuel Arias Maldonado. No hay mayor amenaza para las democracias contemporáneas que la exaltación de los sentimientos a costa de la razón. La razón pacta. Los sentimientos, no. Martín Villa, afónico, dejó una pregunta en el aire: ¿Qué margen real queda hoy para el reconocimiento sentimental catalán? Nadie contestó. Es una pena que nadie le preguntara a Feijóo: ¿Y está usted dispuesto a que la ley sea más empática con Cataluña que con Galicia?
Agotados sus argumentos, henchidos de consenso, los reformistas descansan en sus butacas. De pronto alguien pregunta: «¿Y qué pasa si el referéndum de la reforma constitucional sale que sí en el conjunto de España y que no en Cataluña y el País Vasco?» Se hace el silencio. En la mente de los presentes se agolpan imágenes de ciudadanos indignados, élites estupefactas y populistas eufóricos. ¿Y si la reforma ni siquiera saliera adelante? Uf. Otra expectativa generada por la política y frustrada por la realidad. Otra burbuja pinchada. La Constitución amortizada y en su sitio, el vacío. Uno de los reformistas alcanza a balbucear: «Pues, si eso ocurriera, habría que encerrarse en una habitación y ponerse a pensar».