La gente las compraba sin pestañear, o las traía ya puestas: las dinámicas de masas –así en las manis como en el fútbol– gustan de la uniformización. «Compra una, hay que contribuir a la causa», me sugiere una señora, y entonces cabe preguntarse a dónde va exactamente ese dinero, y si la independencia tiene cuenta corriente como las maratones solidarias, o si más bien es un negocio de la ANC –entidad privada– o de una trama de falsificadores rotundamente catalanes, pues se hacen de oro mercadeando con el textil y con los sentimientos. La cuestión es que aquí hay un suculento negocio –producir como Primark y vender a precio de Mango–, y cada nueva edición la Diada parece más un parque temático al que se va por la reivindicación y el ambiente, pero cuyo trasfondo oculto está en el merchandising.
A diferencia de las últimas manifestaciones independentistas, diseñadas para ejercer presión sobre los poderes centrales, la de 2016 parecía conformarse con mantener el tono aunque sea aflojando la presión. Decía Oriol Junqueras por la mañana que en 2017 la independencia de Cataluña sería un hecho –como en 2015, cuando realizó el mismo pronóstico rappeliano, tampoco aclaró si habría ríos de leche y unicornios–, pero no parece que los pasos próximos vayan a ser drásticos. Incluso sacando cientos de miles de personas a la calle, números admirables sin posible discusión, el proceso se resiste a abandonar el plano de lo simbólico, el único en el que ha estado todo este tiempo. Con los políticos más divididos –y más calculando de cara a las próximas autonómicas– de lo que nadie quiere reconocer, el futuro sólo se alimenta de deseos.
Y si hay un problema, es que los símbolos se han ido empobreciendo. Desde el entorno de Esquerra se reprochaba a las confluencias de En Comú que no apoyaran las citas de Òmnium y la ANC, como si quisieran relegar la Diada a fiesta regional, a mero folclore. Pero, ¿no es ya folclore esta Diada indepe, con elevación de castells, familias de pícnic con bocadillo de fuet y bandas municipales tocando la gralla, megafonía con canciones de Sau y la Elèctrica Dharma, tamborileros y buen rollo inane de esplai? Manifestaciones que quieren asombrar al mundo, pero que se conforman con hacerse un selfie y poner tuits, para luego levantar, al ritmo de una tonadilla simpática, unas cartulinas con forma de huevo frito que representan el latido del corazón de un pueblo. Basta de diades cursis.
Así, hasta el próximo supuesto agravio, o hasta el año que viene, cuando el lema –como sugiere un meme que ha circulado por las redes sociales– será som-hi, y al siguiente ara en sèrio, y al otro ja casi casi. Lo que indica que todo esto, más que a un proceso de separación, se parece al final de Esperando a Godot, cuando Vladimir pregunta: «¿Qué? ¿Nos vamos?», y Estrabón responde «Vamos». Que es cuando Beckett añade la acotación final: «No se mueven».