Carlos Sánchez-El Confidencial
- Todas las guerras tienen ganadores y perdedores, salvo las fiscales. En ocasiones, cuando se inicia una espiral a la baja, pierden todos. Esto es lo que puede ocurrir a la larga con la imposición patrimonial
En noviembre de 2021, el Observatorio Fiscal de la Unión Europea, un organismo de reciente creación que monitoriza las decisiones fiscales de los Estados miembro, publicó un documento titulado ‘Nuevas formas de competencia fiscal en la UE: una investigación empírica’, en el que llega a una conclusión que conviene tener en cuenta en el debate actual sobre la tributación autonómica. Mientras que los tipos impositivos en sociedades continúan su tendencia a la baja, sostenía, la reducción de los tipos en los impuestos que gravan las rentas se ha detenido desde la crisis financiera de 2008.
Ahora bien, recordaba el informe, algunos Estados, en particular los más pobres, lo que han hecho es focalizar sus rebajas de impuestos en las bases imponibles de las rentas más elevadas y en el gravamen que pagan las multinacionales para atraer inversión. Su conclusión era diáfana: “Al enfocarse en las partes más móviles de la base imponible: personas de altos ingresos y empresas multinacionales, estos incentivos fiscales socavan la recaudación efectiva de ingresos en la Unión Europea, lo que debilita la equidad horizontal y vertical de los sistemas tributarios”.
El ejemplo que ponía son los esquemas dirigidos a trasladar la residencia fiscal de las personas extranjeras, que han llevado a que el número de regímenes haya aumentado de cinco en 1995 a 28 el año pasado. Los más agresivos son los de Chipre, Grecia y Portugal, que brindan importantes ventajas fiscales por cambiar de residencia fiscal. Actualmente, alrededor de 200.000 personas se benefician de esas ventajas fiscales, lo que supone una merma de recaudación equivalente a unos 4.500 millones de euros al año. Esta suma, concluía el documento, equivale, por ejemplo, al presupuesto anual de todo el programa Erasmus.
¿Una casualidad geográfica?
La crítica de los fiscalistas de la UE no se centraba en que los tipos impositivos fueran demasiado altos o excesivamente bajos, sino que, por el contrario, ponía el acento en los efectos destructivos que tiene entrar en una competencia fiscal a la baja por atraer rentas, lo que en última instancia perjudica a los países (en el caso español, a las regiones) más necesitados de recursos destinados a favorecer la equidad. Básicamente, por una razón: son las rentas bajas quienes más se benefician de las prestaciones públicas, lo que significa que cuantos menos recursos disponibles existan, los servicios sociales tenderán a deteriorarse. No puede ser una casualidad geográfica que los países que están arriba del índice de desarrollo humano de Naciones Unidas sean, precisamente, los que tienen un nivel de presión fiscal más elevado.
Y esto es así por el efecto multiplicador que tiene la inversión pública —ya sea en carreteras, justicia, educación, sanidad o investigación e innovación— sobre el crecimiento económico. En ningún manual de ciencia económica, salvo en pequeños territorios que hacen el papel de plataformas de baja tributación sin llegar a ser paraísos fiscales, aparece que un país bajando impuestos haya salido del subdesarrollo. Es cierto que tampoco elevando impuestos de forma temeraria se logran los objetivos de cohesión social. De ahí que en la jerga hacendista se suela hablar de eficiencia, tanto desde el lado de los ingresos como de los gastos.
Es en este contexto en el que hay que situar cualquier debate sobre el nivel óptimo de presión fiscal. Obviamente, salvo que se trate, como ocurre en España, de un debate exclusivamente ideológico —o electoral, como se prefiera— que no tiene nada que ver con una política fiscal razonable. Es paradójico, en este sentido, que una de las tres regiones más pobres, Andalucía, intente competir con dos de las tres regiones más ricas: Madrid y Cataluña, lo cual solo puede obedecer a una cuestión meramente ideológica sin fundamento económico alguno. No hará falta recordar que España es actualmente uno de los países de la Unión Europea donde la desigualdad de ingresos medida con el índice de Gini es más elevada.
El impuesto del patrimonio está anclado en el mandato constitucional, que exige «buscar la riqueza allí donde la riqueza se encuentra»
El sentido común alumbra la idea de que si todas las regiones hicieran lo mismo que el presidente andaluz, todas serían más pobres. Imaginemos que lo hacen los sistemas forales, País Vasco y Navarra. Y esto es así porque los territorios no son compartimentos estancos, salvo que se quiera bordear la lógica confederal mediante esa estrategia que los anglosajones llaman ‘race to the bottom’. Es decir, competir hasta alcanzar un mínimo que sería incompatible con la sostenibilidad del estado de bienestar, que beneficia, precisamente, a las rentas más bajas, que no están en condiciones de hacer ingeniería fiscal para saltar de una región a otra.
No puede extrañar, por eso, que tanto el último comité de expertos para la reforma fiscal (nombrado por los socialistas) como el anterior (elegido por Montoro) hayan rechazado de plano tanto la eliminación del impuesto sobre el patrimonio (IP) como el de sucesiones y donaciones (ISD). “Una eliminación de estos dos impuestos sin ninguna alternativa dejaría sin atender las diferentes funciones que estos impuestos desempeñan en el sistema tributario e introduciría un factor de regresividad en el sistema tributario”, sostenía el último documento.
“Allí donde la riqueza se encuentre”
Y esto es así, recuerda el informe, porque tanto el IP como el ISD son los dos grandes impuestos estatales que articulan la imposición personal sobre la riqueza para dar cumplimiento al mandato constitucional de configurar un sistema tributario justo que articule el deber constitucional que corresponde a todos los ciudadanos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. Es más, el impuesto del patrimonio, que ahora liquida Andalucía por la vía de los hechos, está anclado en el mandato constitucional contenido en el artículo 31 que, en interpretación del Tribunal Constitucional, exige «buscar la riqueza allí donde la riqueza se encuentra». Ese mismo artículo no diferencia en función del parentesco, sea hijo, primo o sobrino, sino que determina que la contribución al sostenimiento de los gastos públicos se hará “de acuerdo con su capacidad económica”. Así de simple. Y si alguien recibe una herencia, parece evidente que su capacidad económica crece.
Hay que recordar que España es uno de los países de la UE donde la desigualdad de ingresos medida con el índice de Gini es más elevada
Mantener el impuesto sobre el patrimonio o la eficacia recaudatoria de sucesiones no significa, sin embargo, dejarlos como están. Existe una coincidencia general en que hay que reformarlos, pero de una manera ordenada, para no favorecer una espiral que a la larga perjudica a todos. No al Estado, sino a los contribuyentes con menos recursos, más dependientes de la acción protectora de los poderes públicos. Lo que proponen algunos, en concreto, es que el impuesto del patrimonio sea complementario al IRPF. Entre otras razones, y así nació en tiempos de Fernández Ordóñez, porque una de las funciones de la imposición patrimonial es su papel como instrumento de control tributario. Es decir, un mecanismo de comprobación de la renta de los contribuyentes. Imaginemos a alguien que obtiene pocos ingresos, pero que cuenta con un capital abultado porque lo ha ocultado a lo largo del tiempo.
El impuesto, igualmente, permite controlar las ganancias de capital realizadas y no realizadas, ya que refleja los cambios en el valor de los elementos patrimoniales del contribuyente. Expresado de forma más directa, sirve también para gravar aquellas rentas del capital difíciles de observar, las rentas latentes o aquellas que han eludido la tributación sobre la renta personal.
La conclusión que extrajeron en su día los expertos no deja lugar a dudas: la supresión de dichos impuestos es posible, pero siempre que se articule de acuerdo con los principios constitucionales, en el sentido de asegurar el gravamen, por otras vías, de la riqueza personal.