FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Cuando en 1994 Isaiah Berlin, el gran pensador liberal, aceptó un doctorado honorario de la Universidad de Toronto, escribió para la ceremonia un breve credo en el que advertía sobre los peligros de abrazar los ideales simples basándose en su experiencia del turbulento siglo XX. Para su disertación, se apoyó en uno de los más bellos inicios de la novelística: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación».

Es la radiante apertura de Historia de dos ciudades, la celebérrima novela de Charles Dickens, donde el escritor británico narra la vida dieciochesca en derredor de la Revolución Francesa. Entre el vocinglero y ensangrentado París del decapitado Luis XVI y el plácido Londres de un extravagante y trastornado Jorge III, ambienta una apasionante intriga que arrastró el interés de los lectores de periódico como nunca. En medio de la trama, constata sabiamente cómo, en tiempos de peste, hay quienes muestran una secreta atracción a morir de esta enfermedad. A su entender, la naturaleza humana alberga en su alma estas rarezas que se manifiestan en cuanto confluyen los factores desencadenantes.

Esa eventualidad acontece cuando los países ruedan pendiente abajo como la Francia que enmarca, junto al espejo cóncavo de Inglaterra, este popular folletín que engrosa la historia universal de la literatura, o mismamente la España de hoy en la que la procesionaria independentista avanza irremisible camino de devastar también las Cortes españolas una vez asolado el Parlamento catalán.

Poco difiere lo vivido esta semana de bochorno en el Congreso, coincidiendo con el arranque de esta decimotercera legislatura que parece predestinada por el mal fario que acompaña a ese dígito tan supersticioso, con el degradante discurrir de la Cámara catalana.

La nueva presidenta, Meritxell Batet, más interesada en facilitar la investidura de Sánchez que en preservar el mínimo decoro institucional y el cumplimiento de la legalidad, permitió que algunos de esos eventuales socios no sólo esquivaran su acatamiento de la Constitución, sino que exhibieran su fidelidad a la República catalana que proclamaron unilateralmente y que hoy sienta en el banquillo del Tribunal Supremo a varios cabecillas. No hay ni contrición ni propósito de enmienda. Seguros de que les saldrá gratis como a Macià en abril de 1931, a Companys en octubre de 1934 y nuevamente a este último en agosto de 1936.

Por si hubiera dudas, la cuarta autoridad del Estado, el nuevo presidente del Senado, Manuel Cruz, se permitió ayer sugerir sibilinamente que una «sentencia absolutoria» para los reos secesionistas «podría reconciliar todo». Después del menosprecio de Batet al Tribunal Supremo, a cuenta de la suspensión de su condición de diputados a los presos independentistas, su colega perpetra esta ambigua injerencia en la independencia del Poder Judicial. De paso, sube la apuesta del PSC que hasta ahora había planteado la posibilidad del indulto, mientras Sánchez se hacía el sueco frente a las interpelaciones directas de la oposición y de la opinión pública. Claro que Junqueras ya se había puesto campanudo al replicar que no aceptaba el indulto doblando la apuesta y el desafío. Es la cruz del procés separatista que sume en la indignidad y en el deshonor a importantes magistraturas del Estado. Nunca tan pocos hicieron tanto daño.

Como si fuera la Casa de la Troya, la pensión compostelana para estudiantes de la novela del madrileño Pérez Lugín, Batet rehusó primero a aplicarles el reglamento (y la jurisprudencia constitucional), contrariamente a lo que arguyó desvirtuando al Alto Tribunal, y luego se resistió como gato panza arriba a suspender de sus funciones a los diputados presos, como si la ley o los reglamentos no fueran con ella.

A Batet, en su táctica dilatoria, no sólo le movía no mermar las expectativas electorales del PSC para este domingo, sino lavarse las manos como Poncio Pilatos y subrayar que era cosa del Alto Tribunal y ella lo haría «por imperativo legal». Cualquier treta con tal de no entorpecer la ya de por sí complicada investidura de Sánchez. Requiere de ERC para ser reelegido, pero también para aprobar los Presupuestos o las leyes que precise. Además, cuando baje la marea electoral, deberá retomar el pacto claudicante de 21 puntos firmados con Torra en Pedralbes en diciembre, a modo de premio gordo de Navidad. Auspiciado por Batet como ministra para Cataluña, aunque su denominación fuera la de Política Territorial, quedó sobre la mesa del Consejo de Ministros a raíz de la movilización en contra que promovieron PP y Cs y que se tradujo en la concentración de la madrileña Plaza de Colón, a la que se sumaría Vox, lo que facilitó su adulteración por la nueva mayoría parlamentaria de izquierdas y nacionalistas que ha arrojado las urnas del 28 de abril al grito de «que viene la extrema derecha».

Haciendo mangas y capirotes de la Constitución, ningún presidente del poder legislativo había protagonizado hasta ahora tan público desprecio de la Carta Magna ni la había socavado así. Como han hecho, a las primeras de cambio, estos dos «grandes españoles» al decir de Sánchez que son Batet y Cruz, obviando que la primera ya votó por dos veces a favor de la autodeterminación y tiene declarado que no hay por qué imponer la Ley de leyes a los independentistas. Si un Batet (el general Domingo Batet, luego fusilado por Franco y olvidado por los demócratas españoles) frenó en unas horas el primer golpe de Companys, otra Batet (Meritxell) consolida la tentativa del 1-O de 2017 por parte de los herederos de aquél al que los gobiernos socialistas rinden honores y depositan en su tumban las flores que niegan a un insigne militar.

Lo cierto es que un tercio de los miembros de la nueva Mesa de la Cámara Baja –la propia Batet, más su vicepresidenta primera y su secretario primero, los podemitas Elizo y Pisarello, quienes han retirado la bandera española de sus despachos– ya abogan abiertamente por un principio que no contempla Constitución alguna y que entrañaría la fractura de España.

El secesionismo coloniza el Estado con el consentimiento de quienes pasan por constitucionalistas hasta el punto de que el Congreso pareciera una sucursal del Parlament. De hecho, ya reina su desgobierno y falta de respeto al Estado de derecho, como si fueran intercambiables Batet y Torrent. Tras la labor de normalización del procés por las televisiones, sus promotores socializan sus prácticas y se adueñan de la Cámara de Representantes del pueblo español. Ojo, no por la fuerza de sus votos, sino por el entreguismo de partidos a los que mueve exclusivamente el poder, como este PSOE de Sánchez que parece descolgar la E.

Sánchez prometió que no gobernaría ni con Podemos ni con independentistas –así se comprometió ante el máximo órgano socialista entre congresos– y hoy ambos conforman la peana sobre la que asienta su poder.Sus 123 escaños dan para lo que dan, por más que se revista de oropeles y sobresalga como un montículo en un fraccionado arco parlamentario.Deudo de ambos, Sánchez va a tener a unos empotrados en su Gobierno y a otros merodeando los alrededores. No hay que temer, pues, la llegada de los bárbaros. Estos ya se encuentran entre nosotros merced a muchos votantes que olvidaron que hay que temer a los gobernantes que llegan con regalos.

A este respecto, tras lo acaecido el 28-A, la cita municipal y europea de hoy va más allá, en los casos de Barcelona y Madrid (con su extensión a la Comunidad), de quienes serán sus primeros gestores. Entroncando con la Historia de dos ciudades, se juega, de un lado, la caída de Barcelona a manos del independentismo, lo que relanzaría el proceso separatista, y, de otro, que esta deriva suicida se extendiera al corazón de España, junto a la eliminación de políticas que han hecho de Madrid una comunidad puntera en libertad y en bienestar, si una izquierda cómplice con el nacionalismo se enseñorea de Cibeles y de la Puerta del Sol.

Seguramente, pocos ejemplos tan ilustrativos al respecto como la reciente toma independentista de la Cámara de Comercio de Barcelona a través de la Asamblea Nacional Catalana, por mor del desentendimiento de un empresariado que solo participó en un 4%. Ello puede ser la antesala del dominio del consistorio condal por ERC, cuyo candidato, Ernest Maragall, es un veterano del PSC que, secundando a su hermano Pasqual, promovió un Estatut que nadie pedía y que desató una carrera desenfrenada a la que no se le ve límite.

Si un persa hubiera recorrido este rodal carpetovetónico estos días de mayo, como el personaje del que se valió hace tres siglos Montesquieu para satirizar la sociedad de su tiempo y que adoptó forma de epistolario en sus Cartas persas, no saldría de su perplejidad al ver cómo unos golpistas no sólo siguen gobernando la comunidad autónoma desde la que se rebelaron, sino que dictan la suerte de España. Al tiempo, uno de los cabecillas de rebelión, Oriol Junqueras, aprovecha la ocupación momentánea de su escaño para encaminarse al banco azul y largarle al presidente en funciones –como si tal cosa– que tienen que hablar, mientras éste le desliza una sonrisa con un expresivo «no te preocupes».

Ello explica unas equívocas manifestaciones del presidente del Senado que debieran mover a la tribulación a unos españoles que, ni por asomo, imaginarían una escena de ese cariz entre el teniente coronel Tejero y el ex presidente González a raíz de la asonada del 23 de febrero de 1981. Quizá sea mucho decir, desde luego, atendiendo a cómo Sánchez ha escamoteado esta circunstancia en la campaña de su triunfo y cómo nada más entronizar al frente del sistema bicameral a dos conspicuos representantes del PSC, claramente alineados con el nacionalismo, acudió a Extremadura, donde se atrevió con una plaza de toros como la de Mérida. A la sazón capital de una región claramente beligerante con la supeditación del PSOE al PSC y en la que sus trenes descarrilan en vías tercermundistas.

Boquiabierto, nuestro atónito Usbek se pasmaría interrogándose cómo es posible que una nación de tal raigambre consienta tales desprecios y desvaríos. Empero, no falta ser el barón de Secondat disfrazado de Usbek para percatarse de que las cosas no son un mero producto del azar ni del fatum de los románticos –precursores de un nacionalismo al que se ha abrazado la izquierda internacionalista de antaño–, sino que obedece a unas causas que están en la condición de las cosas y que explican su porqué.