Cuando este Pueblo con identidad coge una inquina no la suelta, así pasen los siglos. Los salvadores de la patria aseguran que la lucha «ecológica» contra el TAV es una más para cambiar el modelo de desarrollo. Como aquí las revoluciones se hacen hacia atrás, para volver a los pretéritos pluscuamperfectos, concluyen que todo empezó a ir mal cuando llegó al cristianismo.
El 9 de junio de 1872 tres fugitivos de la cárcel de Bilbao incendiaron la estación de Arrigorriaga y dos vagones del ferrocarril Tudela-Bilbao. Carlistas, iniciaron una práctica que sería frecuente en la inminente guerra, los ataques a los ferrocarriles, no siempre justificados por razones militares. Los trenes simbolizaban la modernización contra la que luchaba el tradicionalismo.
Los tres de Arrigorriaga eran unos precursores. 135 años después seguimos con la fobia antiferroviaria, pues cuando este Pueblo con identidad coge una inquina no la suelta, así pasen los siglos. Ahora le ha tocado al AVE vasco, y eso que para evitar la E españolista se le llamó TAV. Ni por esas. Las fuerzas batasunas han caído contra él y «la organización» ha decidido que leña. Así que van montando movilizaciones, «sabotajes» y toda la parafernalia. Aseguran que el tren de alta velocidad -que en el resto de Europa se desea, y hasta presionan para que pase por aquí y no por allá- es «antisocial», «despilfarrador» y sobre todo «antiecológico».
Ahí está la madre del cordero. No porque el ecologismo importe un higo a esta gente -quizás haya algún ecologista contra el TAV, pero queda perdido en la marea-, sino por los precedentes de Lemóniz y Leizaran, hitos para el Movimiento Nacional. ¿Fueron movimientos ecologistas? Decididamente, no. Se usaron argumentos ecológicos, y es verosímil que por tales se moviera mucha gente, pero dieron en una mera lucha de poder, en las que el radicalismo abertzale buscaba condicionar la democracia. De ahí la barbaridad de que la «lucha ecologista» vasca incluya asesinatos -en las antípodas del ecologismo- y que ahora se presente como procedimiento la presión violenta de una minoría contra las decisiones que apoya la mayoría democrática. Justifican el sabotaje: «No es una acción violenta, ninguna respuesta a la imposición lo es». Todo vale.
El movimiento de ahora reúne alguna singularidad si se compara con los precedentes. Pese a los argumentos conservacionistas y la apología de un ruralismo ancestral, da la impresión, por la precariedad del discurso, de que renuncia a arrastrar a sectores más allá del mundo batasuno y de que se convierte únicamente en la excusa para movilizar y cohesionar a su tropa. Por la vía del chantaje, la coacción y el «sabotaje» plantea un tour de force, para que la democracia doble.
El bagaje argumental de este ecologismo de hazañas bélicas sólo intenta convencer a los suyos, pues, por muy ciegos que estén, es imposible que crean que alguien fuera de la peña se tragará estas milongas. Está, de entrada, su monopolización del concepto de pueblo vasco. El pueblo, afirman, odia al TAV, que es antisocial, antieconómico, antiagrario y antiterritorial. Nos lleva «a la destrucción del planeta», que «es un crimen contra la humanidad». ¿Cómo saben que ellos son el pueblo, con exclusión de los demás? Es un axioma: pertenecen al pueblo los que están contra el TAV, luego quienes se oponen al TAV son el pueblo, ellos, sólo ellos, otro silogismo patriótico. Que los representantes políticos y las encuestas digan otra cosa les trae al pairo. Ellos son el Pueblo y punto.
El volatín lo maquillan con las clásicas alusiones a una conspiración del capital -quiere hacer el negocio «de unos pocos y de unas pocas»- que tiene planes ocultos y «un proyecto que quiere destruir nuestro pueblo, nuestra tierra y nuestro modo de vida», con la aviesa táctica de construir un tren. Menos mal que estos defensores de las genuinas necesidades populares se han dado cuenta, pues los demás estamos manipulados o bien al servicio del capital y el desarrollismo. Según una versión, hay una «Mesa Redonda de industriales», que reúne a «los jefes de las más importantes multinacionales, sobre todo del sector de la automoción» y que dicta la política económica y social europea. «Son ellos precisamente quienes deciden, entre otras cosas… cuántos trenes de alta velocidad se van a construir». Seguramente, tras las reuniones, refocilándose por el pastón que nos van a sacar, estos alcapones telefonean mientras beben whisky de malta y dicen «oye Juanjo, que te han tocado este año 23 kilómetros de TAV», y Juanjo, tras decir «bai, bai, a su órdenes», se pone a la tarea, pues, si no, le mandan testaferros y burukides de presa para que se entere de lo que vale un peine, así son.
A los salvadores de la patria no se les escapa una. Ya se han percatado de que, en realidad, esto del TAV resulta superficial y de que si no cambiamos el sistema seguiremos pringando como esclavos. Por eso aseguran que la lucha «ecológica» contra el TAV es sólo una lucha más para cambiar el modelo de desarrollo, que «hace aguas por todas partes», por si no se habían dado cuenta. Algunos proponen que, para acabar con las autovías, autopistas, coches a manta, superpuertos, TAVs, pantanos, hipermercados, transporte de mercancías, gasoductos, centrales eólicas y demás perfidias que nos oprimen, hay que ir sin más a la democracia directa. Como aquí las revoluciones no se hacen hacia delante sino hacia atrás, para volver a los pretéritos pluscuamperfectos, han concluido que todo empezó a ir mal cuando llegó al cristianismo. Proponen, pues, volver a fórmulas precristianas, dichosos tiempos en los que los vascos se reunían en batzarres autogestionarios -lo saben quizás porque tienen un TTAV, Túnel del Tiempo de Alta Velocidad-.
El futuro es venturoso: no tendremos tren y nos reuniremos en batzarres precristianos. Los del batzarre de Gros, pongamos por ejemplo, irán a baja velocidad a Amoroto, a una alubiada con los del batzarre precristiano de la calle del Cristo de Bilbao, para hablar sobre cómo cambiar la autopista por un sendero social que comunique Arrankudiaga, Aralar y la costa, construida con obstáculos que impidan la invasión de los desarrollistas españoles, pues hay que pensar en todo.
Manuel Montero, EL PAÍS, 17/12/2007