- Del exterminio de varones en las trincheras de la Gran Guerra, les vino a las mujeres europeas su irrupción en un mercado laboral exhausto. Y de ahí, la libertad. Nada, después del 14, volvió a ser lo mismo
«Mucho me temo que eso de las manifestaciones no sirva para nada… Yo también fui una de ellas. Una sufragista, quiero decir. En mi juventud yo también marché sobre Londres e hice discursos por todas las esquinas y grité por todas partes: ‘¡Voto para las mujeres!’ Y, a pesar de todo, jamás nos hubieran concedido el voto, de no haber sido por la guerra. Fue la guerra lo que hizo que nos concedieran el voto y no todo lo que hicimos nosotras.
— ¡Ah! … Quiere usted decir que para nosotros será mejor que esperemos hasta la próxima guerra, ¿no?
— Sí, yo esperaría hasta entonces».
Richmal Crompton, anota eso fugazmente en uno de aquellos relatos que fueron el primer pasto literario para tantos de los de mi edad. Crompton había nacido en 1890. Una poliomielitis la apartó de su oficio de docente en 1923. Consagró el resto de su vida —que se extendió hasta 1969— a la literatura. Creó, sobre todo, al personaje del cual haría su espejo una generación: el outlaw Guillermo Brown.
Sufragista, mujer libre, escritora de punzante cinismo en todas las facetas de su obra, Crompton había vivido lo suficiente para entender que nada es gratis en esta vida. Que no hay mujeres naturalmente ‘buenas’ ni varones naturalmente ‘malos’. Que hay sujetos que se configuran a la medida de sus conflictos. Que todo sentimentalismo miente, que mienten todas las buenas voluntades: en este como en cualquier otro asunto humano. Que lo que hay es un universo humano regido por las contraposiciones: «guerra, de todo padre», que enseñaba Heráclito. Y que la ‘paz perpetua’ no es más que una pancarta que colgar a la puerta de los cementerios. Del exterminio de varones en las trincheras de la Gran Guerra, les vino a las mujeres europeas su irrupción en un mercado laboral exhausto. Y de ahí, la libertad. Nada, después del 14, volvió a ser lo mismo.
Unos pocos años más joven, sobre Simone de Beauvoir iba a recaer la responsabilidad histórica de dar el primer corpus teórico a algo que todavía no se llamaba feminismo y que marcaría la mutación más duradera de las sociedades capitalistas en el siglo veinte. Y claro que, cuando, en 1949, da a la edición en Gallimard ‘El segundo sexo’, la sentimental exaltación de lo deífico femenino ya existía: André Breton, papa surrealista y discreto poeta, había hecho del tópico pedestal para su movimiento. Y el poeta inmenso que fue Paul Éluard le había dado consigna trascendente: «lorsque la femme est partout», «cuando la mujer está en todo». A Beauvoir parece enojarla especialmente ese sentimentalismo neorromántico. Y es a Breton a quien asesta uno de los más duros pasajes de su libro:
«La perspectiva de Breton es exclusivamente poética, por lo que la mujer solo se contempla como poesía, es decir, como alteridad. Si nos preguntáramos por su destino, la respuesta estaría implicada en el ideal del amor recíproco: no tiene más vocación que el amor, lo que no constituye ninguna inferioridad, ya que la vocación del hombre es también el amor. No obstante, nos gustaría saber si para ella también el amor es clave del mundo, revelación de la belleza: ¿encontrará esta belleza en su amante o en su propia imagen? ¿Será capaz de la actividad poética que realiza la poesía a través de un ser sensible o se limitará a aprobar la obra de su macho? Ella es la poesía en sí, en lo inmediato, es decir, para el hombre; no se nos dice si lo es también para sí. Breton no habla de la mujer como sujeto. Nunca evoca tampoco la imagen de la mala mujer. En el conjunto de su obra —a pesar de algunos manifiestos y panfletos en los que ataca al rebaño humano en general— no se dedica a hacer un inventario de las resistencias superficiales del mundo, sino a revelar su secreta verdad: la mujer solo le interesa porque es una ‘voz’ privilegiada. Profundamente anclada en la naturaleza, muy cerca de la tierra, aparece también como la llave del más allá. En Breton encontramos el mismo naturalismo esotérico de los gnósticos, que veían en Sofía el principio de la Redención, e incluso de la creación, que en Dante, quien elige a Beatriz para que lo guíe, y en Petrarca iluminado por el amor de Laura. Y así, el ser más anclado en la naturaleza, el más cercano a la tierra, es también la llave del más allá. Verdad, Belleza, Poesía, lo es Todo: una vez más, bajo el signo de la alteridad. Todo excepto ella misma».
Beauvoir era demasiado inteligente como para atribuir peculiaridades morales a las tan biológicas diferencias genitales. No era la identidad específica de angélicos espíritus femeninos lo que le interesaba. Dejaba eso para las engañosas magnificaciones de Breton. Su «no se es mujer; se llega a serlo» impone una crucial certeza: que los humanos carecen de esencia, que son libres en la medida en la que en su apuesta se decide su configuración moral; y que esa apuesta puede ser tan luminosa o tan abominable en las damas como en los caballeros. Ningún sexo posee preminencia valorativa sobre otro. Ni es más «creíble» que otro, por supuesto. En rigor, «creíble», ningún humano lo es demasiado.
Abría, así, en ‘El segundo sexo’, camino a varias generaciones de mujeres libres que, en Europa, rompieron con aquella rancia identificación que encerraba en roles intransgredibles a los machos y las hembras de la especie humana. Fue un tiempo luminoso de libertad sabia. Ese tiempo que acaba ahora, entre nosotros, en la más fúnebre imposición de identidades prolijamente catalogadas; en esta bárbara escisión entre sujetos inconciliables que los neofeminismos españoles llevan hasta los límites de una regresión caricaturesca en lo que llaman «ideología de género». Y cuya forma límite cristaliza en la fijación de leyes estamentarias, que configuran credibilidades judiciales diferentes, derechos y penas de distinto grado, en virtud de la definición genital del reo. Y que acaba, así, con el pilar de la juridicidad garantista: la universal presunción de inocencia.
Es el mayor retroceso social y moral de los últimos dos siglos. El identitarismo de nuestros gobernantes acaba con aquel dorado tiempo de los sujetos universalmente libres e iguales. Y abre el horizonte a un tiempo de guerra, de ridícula guerra infantil entre sexos: sangriento patio de colegio. A Crompton como a Beauvoir, les daría vergüenza. O quizá, cólera.