José Alejandro Vara-Vozpópuli

¿Quién llegará primero, el juez Peinado o la ‘ley Begoña’? Sánchez, en el límite y acelerando

En la heroica ciudad llovía a mares. Mercedes sale de la floristería sin paraguas. Aguarda un instante en la puerta y dos caballeros se ofrecen a acompañarla. Ramón, aspecto serio, algo áspero, impasible el ademán, traje bien cortado e ingeniero. Miguel, simpático, informal, dicharachero y escultor. Un señor y un bohemio, que se decía en aquella antipática España de los cuarenta. Sin apenas dudarlo, la joven opta por subirse al taxi con el primero.

Años más tarde, Mercedes, ya viuda, coincide en el vagón del tren en el que se escapa de la odiosa vida provinciana rumbo a Madrid, con la adivina MadameDupont quien, para pasar el rato, se ofrece a desvelarle, no el futuro, sino el pasado. Cómo habría sido su vida de haber elegido la segunda opción. Esto es, la de Miguel, el artista rumboso.

La vida en un hilo (1945), el magnífico filme de Edgar Neville, el Lubitsch nacional -preterido y casi olvidado porque se quedó aquí, porque no abrazó el exilio- dibuja con trazo delicioso lo decisivo del factor suerte, eso en lo que sólo creen Garci y Carletto. Y el propio Sánchez ya que, de estar ahora en vigor esta ‘ley Begoña’ que ya se ultima, ese engendro con el que pretende darle la vuelta al marco jurídico como a un calcetín, estaría ahora ejerciendo de conserje en Ferraz o de chico de los recados del líder del PSOE, quizás Juan Lobato.

Todo habría sido distinto si el Partido Popular hubiera sacado adelante su ‘reforma Gallardón’, la propuesta de la nueva Ley de Enjuciamiento Criminal promovida por el entonces ministro de Justicia, que limitaba la acusación popular a tan sólo los colectivos de víctimas terrorismo. Es decir, que ni partidos, sindicatos, asociaciones, personas públicas o privadas podrían recurrir a esta vía para impulsar la acción de la Justicia. O sea, prácticamente lo mismo que ahora plantea la ‘ley Begoña’, pero sin aplicación retroactiva ni el apéndice de los ‘recortes prensa’, esa excrecencia que tanto agrada en La Moncloa.

La ‘morcilla’ venenosa incorprada a la sentencia por el juez De Prada, colega del inhabilitado Garzón, señalaba como corrupto al entonces partido en el poder, circunstancia que dejó vía libre a Sánchez para presentar la moción de censura que mandó a su casa a Mariano Rajoy

De haberse aprobado  en 2013 esta iniciativa, el ‘caso Gurtel’, en el que actuaban como acción popular tanto el PSOE como la Asociación de Abogados de Europa (Adade), de tendencia izquierdista, no habría derivado en la mayor embestida judicial contra un partido de la democracia. La ‘morcilla’ venenosa incorporada a la sentencia por el juez De Prada, colega del inhabilitado Garzón, tachaba de corrupto al entonces partido en el poder, circunstancia que dejó vía libre a Sánchez para presentar la moción de censura que mandó a su casa a Mariano Rajoy. Tiempo después, el Supremo reprochó, censuró y rechazó esa fracesita letal. Demasiado tarde.

Hagamos un hilo a lo Neville. Si Gallardón hubiera sacado adelante su reforma (que iba mucho más allá de esta proscripción de la vía popular), quizás la Gúrtel jamás habría llegado tan lejos (la fiscalía no estaba por la labor), el entonces presidente del Gobierno no habría resultado empitonado, el Partido Popular, que acababa de aprobar los presupuestos con el apoyo de los jesuíticos del PNV, habría seguido en el Gobierno y muy posiblemente, Pedro Sánchez, sin la gloria de haber vencido la primera moción de censura de la democracia y sin los galones de presidente del Gobierno, quizás jamás habría alcanzado la Moncloa. Entre otras cosas, porque tenía a la mitad del aparato en su contra y porque los resultados no le acompañaban.

En las últimas elecciones generales (2016) antes de la censura de Rajoy (2018), el PSOE apenas logró 85 escaños, el peor resultado de su historia. Podemos se quedó a medio centímetro del sorpasso. Un desastre este chico del ‘no es no’. El partido estaba para el arrastre. Ni siquiera las dos posteriores citas electorales, y pese al hundimiento de un PP conmocionado por el escándalo y dirigido por un Pablo Casado dubitativo y débil, auparon el liderazgo del pivot guaperas que, en una jugada de sabios reflejos de su entonces asesor Iván Redondo, logró armar en diciembre de 2019 un gobierno de coalición con Pablo Iglesias que le salvó su continuidad en Moncloa a cambio de tragarse todas sus promesas («no podría dormir con Podemos») algo que se convirtió en la práctica corriente de la casa.

La estrategia de Sánchez es elemental. O él o el fascismo. Una máxima tan rudimentaria como eficaz, que funciona a la perfeccion en un colectivo acrítico y algo borreguil, acompañado de la imprescindible colaboración de la caverna xenófoba de la periferia

Pues bien, ese cambio de ley que  el PP no colocó y que le pudo haber salvado del cataclismo, es la que ahora perfila Sánchez para blindar a su esposa, a su hermano, a medio Gobierno, medio partido y hasta quizás a su Fiscal General, de la acción de la Justicia. Y posiblemente a él mismo. El juez Hurtado ha escrito expresamente la palabra ‘Presidencia’ en un auto demoledor sobre el caso del jefe del Ministerio Público. La retroactividad de la norma, que no se incluía en el proyecto de Gallardón por resultar tan aberrante como colocar a Óscar Puente de ministro, es la pieza delatora de las intenciones del engendro y lo que ha despertado mayores censuras por parte de los estamentos judiciales y los escasos demócratas que todavía resuellan por nuestro país.

Qué oportunidad perdida aquella idea del prepotente Gallardón, entonces tan oportuna, ta necesaria. Todo habría sido diferente. Nadie temería ahora la dictadura que asoma. O ‘la tiranía’ como dice Felipe González. Algo que se siente cada vez más próximo. El discurso de Sánchez es elemental. O él o el fascismo. Una máxima tan rudimentaria como eficaz, que funciona a la perfección en un colectivo acrítico y algo borreguil, acompañado de la imprescindible colaboración de la caverna xenófoba de la periferia. Esos siete votos de Puigdemont. Y no olvidemos a las complacientes cariátides del Ibex, que ya les va bien. El relato arroja fuera del tablero político a quien se aleja del rebaño. Quien disiente es fascista. Quien se opone, ultraderechista. Quien no apoya al líder milita en la nostalgia franquista. Toda oposición merece castigo, silencio o destierro.

Sepultar los procedimientos molestos, expulsar a los jueces heroicos, acabar con los tribunales indomables. El plan es que toda instrucción quede en manos de la Fiscalía, de quién depende. Y punto final

Sánchez dejó claro cómo ve las cosas. «En nuestro país no hay oposición, sólo una jauría sin proyecto qe quiere destruir al gobierno porque no ganó las elecciones». Bueno, en verdad si las ganó, pero a Feijóo no le alcanzó para gobernar. Y ahí están los jueces, que se plantan con firmeza en el Supremo, en los tribunales de Justicia, en un juzgado modesto de Badajoz, en otro de la Plaza de Castilla. Avanzan, paso a paso, sobre ese piélago de corrupción espesa que es el sanchismo. Se acercan ya a la Moncloa. Están a punto de llamar a la puerta del despacho del presidente. De ahí la ‘ley Begoña’, con la que pretenden archivarlo todo de un plumazo. Sepultar los procedimientos molestos, expulsar a los magistrados heroicos, acabar con los tribunales indomables. El plan es que toda instrucción peligrosa quede en manos de la Fiscalía, de quién depende. Y punto final al Estado de derecho y a toda esa banda fachosa de las togas. Quizás, incluso las urnas, esas peligrosas herramientas en las que alguna gente aún confía.

Ay si en 2013 el PP hubiera peleado por su ‘ley Begoña’. Ay si alguien en Génova hubiera visto la película de Neville. Ni Sánchez sería presidente, ni existiría el sanchismo, ni estaríamos a dos pasos de que una gavilla de canallas dinamite el edificio de la conviencia que nos dimos los españoles hace cincuenta años.