- Todo lo que se sospecha lo confirman ellos mismos con un deplorable uso de recursos públicos para defenderse
El rector de la Universidad Complutense acudió a la Moncloa, citado por Begoña Gómez, para tratar allí, con ella y para ella, la creación de una cátedra centrada en la gestión de Fondos Públicos, que un despacho más allá gestiona su marido, Pedro Sánchez.
De una manera escandalosamente opaca e individualista, en lo relativo al capítulo europeo: en España, a diferencia de en otros países, el reparto del maná procedente de Bruselas se centralizó en la propia Presidencia, con un descontrol y falta de explicaciones que ha provocado incontables protestas de la Unión Europea y una misteriosa salida de todos los altos cargos nombrados para, teóricamente, encargarse de la gestión.
La escena de Goyeneche convocado a la sede del Poder Ejecutivo para que alguien ajeno a él, pero cercano a quien lo ejerce negocie un asunto estrictamente personal es suficiente, de confirmarse, para que Pedro Sánchez dimita de inmediato y su esposa se enfrente al juicio abierto con los recursos y energías que ella y su familia tengan.
Porque el despliegue policial a su favor, el acordonamiento de varias manzanas próximas al juzgado, el veto mediático impuesto en la zona o la utilización de la Fiscalía General del Estado como despacho de abogados propio son obscenas demostraciones de poder, pero también, pruebas irrefutables de la procedencia de la investigación judicial en marcha.
Si lo que se intenta discernir es si Begoña Gómez se aprovechó de su posición para hacer negocios, el uso espurio de recursos públicos para acudir al juzgado o la citación a un rector en la Moncloa son indicios claros de la oportunidad de investigarla: si con todo el mundo mirando son capaces Sánchez y Gómez de hacer semejante ostentación, qué no habrán hecho cuando nadie observaba.
El caso de la mujer del presidente tiene una deriva judicial, con sus tiempos y sus procedimientos, que es relevante pero no decisiva: ni aunque terminara bien para sus intereses penales, su comportamiento y el de su marido tendrían un pase.
Porque lo que ya se sabe es suficiente para reprobar el comportamiento de la pareja y sancionarlo con su expulsión de la vida pública, cuya pertenencia exige de una ejemplaridad de la que obviamente carecen: cualquiera debería saberlo, pero especialmente en el caso de un dirigente político que justificó su acceso al poder en la supuesta falta de probidad de Rajoy y se ha tirado años exigiéndosela a reyes, adversarios, jueces e incluso medios de comunicación.
Ni los más atroces palanganeros del Régimen podrán negar, sin bajar la mirada y sufrir un rubor inevitable, que la esposa del presidente no puede utilizar la Moncloa como una oficina personal; no puede ser receptora de una cátedra a dedo en una institución pública; no puede trabajar y asociarse con empresas y empresarios beneficiarios de decisiones de su marido y no puede mantener relaciones económicas y comerciales de ningún tipo con quienes puedan necesitar de su cercanía a la Presidencia para lograr sus objetivos, sean cuales sean.
Es de primero de decencia. Luego todo ello puede ser o no delito, pero ya es impresentable, una conclusión que no variará ni siquiera aunque el valiente juez Peinado no pueda certificar que a la inmoralidad le acompaña la ilegalidad o que el posible enriquecimiento de Gómez, que también lo sería el de su esposo, es infumable pero no punible.
Ir de Barack y Michelle Obama cuando en realidad representan a la perfección, en el mejor de los casos, la española tradición de «El lazarillo de Tormes», produce vergüenza ajena. Pero también ayuda a destapar la naturaleza de la pareja, una mezcla de desfachatez, caradura y torpeza que no remedia ni indulta ya ni el improbable archivo del caso.