El Correo-ANTONIO RIVERA
La ahora denostada Transición se hizo con un puñado de partidos. Había dos importantes, que sumaban mayoría, pero estaban enfrentados. El vencedor se quedaba a falta de escaños para la absoluta. Junto a los grandes estaban otros no menos valiosos, que complementaban el perfil genérico de izquierdas y derechas, y que a veces tenían alguna influencia en los movimientos de la calle. También estaban ya los nacionalistas, dispuestos a alguna suma provechosa. Y también los había entonces pintorescos y luego olvidados. Pero por encima de un escenario de incertidumbre y a veces de mucha tensión se fue imponiendo por necesidad la política del acuerdo, del pacto, en la convicción de que uno solo, ni siquiera dos, eran capaces de llevar al país a destino seguro.
El miedo guardó la viña y, pese a lo que se diga, no fue mal consejero. Luego pelechamos, nos hicimos nuevos ricos a caballo de mayorías absolutas y partidos que dejaron al país irreconocible hasta por la madre que lo parió. Y el sueño se esfumó y estalló la burbuja, y de aquellos polvos surgió un nuevo sistema de partidos que se vuelve a parecer a aquel de nuestros orígenes: un par de grandes, pero no lo suficiente, otros más pequeños, nacionalistas al quite y algunos pintorescos. Pero falta la conveniente dosis de temor y nuestros líderes políticos, cuando más deberían tender al diálogo y al acuerdo, se han demostrado más autistas y contumaces en sus posiciones.
Porque, si lo piensan, en este ‘impase’ que solo ellos han creado, es casi imposible, si no se es un ‘grupi’, e innecesario señalar un culpable o descartar un inocente. Y me refiero tanto al escenario de las izquierdas para el Gobierno español como al de las derechas para el murciano o el madrileño. Son réplicas nutridas de similares aditamentos: hiperliderazgos, testosterona, desconfianza y convicción de que el otro acabará apartándose antes del irremediable impacto. Escenario perfecto para soltar lugares comunes acerca de la distancia entre gobernantes y gobernados o sobre la aplicación al interés común y no al personal (casi ya ni al de partido). Pero no iremos por ahí.
Mejor acudir al miedo. Además del país, paralizado y perdiendo el tiempo, ¿quién tiene más que perder? Se supone que ese será el que al final se verá más forzado a moverse. Pues no es fácil de adivinar, ni siquiera con las especulaciones que ya se han hecho y que dicen que los grandes engordarán todavía más en este teatro. No lo es porque nadie sabe decir hacia dónde pueden derivar las emociones ciudadanas. Una nueva convocatoria electoral, después de un trimestre en barbecho y lo que quede hasta la vuelta del verano, provocará enfado, indignación, rechazo y distancia y desconfianza de nuevo con la política y los políticos. Jugar a aprendices de brujo suponiendo hacia dónde irá esa desafección resulta muy arriesgado e imprevisible. Y, en todo caso, favorezca a quien lo haga, saldrá muy resentida la confianza en la clase política y en las propias posibilidades de la democracia. Y será, esta vez sí, solo por culpa de ellos, de un afán infundado por mandar y de un esquivar las responsabilidades de la política real.
Nos podemos entretener con ellos especulando acerca de posibilidades. Pérdida de tiempo y de energías. Mejor dar portazo a lo que no aporta nada. Obligarles dándoles la espalda a recobrar el sentido común. La ocasión no merece más.