No hay prácticamente nadie que no tenga un recuerdo concreto del papa Francisco. Una imagen que se te ha quedado en la retina, un eco que resuena en tu memoria. Eso es un recuerdo. Algo muy distinto de una valoración global. Sólo un fragmento que llevas adherido como una hoja que un buen día, inesperadamente, el viento pegó en tu chaqueta o pantalón.
A mí me ocurrió hace una década cuando, a bordo del avión papal, los periodistas le preguntaron a Francisco por la masacre islamista en la redacción de Charlie Hebdo y él subsumió a los atacantes en la figura del organizador de sus viajes, el llamado ‘touroperador del Papa’, Alberto Gasbarri, allí presente.
“Si mi buen amigo, el doctor Gasbarri, dice una mala palabra sobre mi madre, puede esperar en respuesta un puñetazo”, explicó Francisco. “Es normal. No se debe provocar. No se debe provocar. No se puede insultar la fe ajena. Uno no se puede burlar de la fe de los demás”.
Y por si no hubiera quedado claro, en una segunda respuesta añadió: “Los que se burlan de las religiones ajenas son provocadores. Lo que les sucede es lo que le sucedería al doctor Gasbarri si dijera una mala palabra sobre mi madre. Hay un límite”.
Debo confesar que me quedé estupefacto y así sigo cada vez que vuelvo a pensar en ello. Porque “la mala palabra sobre mi madre” eran las viñetas humorísticas con Mahoma como protagonista y el “puñetazo” al doctor Gasbarri las ráfagas de disparos con fusiles de asalto que dejaron doce cadáveres en las oficinas de la revista satírica.
Por supuesto que Francisco también dijo entonces que matar en nombre de Dios es “una aberración” y a lo largo de su pontificado ha predicado la paz y no la guerra. Para algo en las tablas de la ley, convertidas en doctrina de la Iglesia, figura el quinto mandamiento.
Lo que suscitó mi pasmo aun indeleble es la percepción de que un Papa pudiera ser un “bocas”, sinónimo según la RAE de bocazas e indiscreto, capaz de hablar a la ligera de las cuestiones más trascendentes como si estuviera recostado sobre la barra de un bar.
Ahora que toca hacer balance de su pontificado sólo cabe llegar a la conclusión de que un hombre admirable que ha dado ejemplo de austeridad, compromiso con los pobres, empatía con los inmigrantes, firmeza ante los poderosos, intransigencia frente a los abusos y determinación en la reforma de la Iglesia, era también un “bocas”.
Como tantos otros que salen en la televisión.
A mayor abundamiento, ahí quedan sus torpes referencias recientes al exceso de “mariconeo” en la Iglesia ante el pleno de la Conferencia Episcopal Italiana.
¿A dónde nos lleva este enfoque? Pues a que un Papa es un hombre como los demás. Aunque los creyentes lo consideren el infalible representante de Dios en la tierra, lo adecuado es juzgar sus aciertos y errores como los de un estadista, ideólogo, gestor y activista más. Por eso en medio de tantos y tan merecidos elogios debe constar que para él la libertad de expresión, la mansedumbre y hasta la lucha contra el terrorismo terminaban donde empezaba el buen nombre de su madre.
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Desde una perspectiva laica es bastante sencillo hacer un balance elogioso del papado de Francisco en la medida en que su figura ha estado mucho más en concordancia y sintonía con los valores dominantes en gran parte de la sociedad que las de sus dos antecesores.
Bergoglio nos lo ha puesto fácil, aprovechando la doctrina social de la Iglesia para convertirla en la mayor ONG de la tierra, dedicada a ayudar a los pobres, socorrer a los inmigrantes y proteger al planeta.
Con Woytila y Ratzinger todo era más complicado pues su empeño intransigente en pro de la concepción católica de la libertad y dignidad de la persona planteaba continuos conflictos morales en nuestra mundanidad permisiva.
Según nuestra encuesta publicada ayer, la mitad de los españoles creen que Francisco ha sido “un papa de izquierdas” y un 25% adicional “muy de izquierdas”. Al margen de que los que de verdad eran de izquierdas eran los dibujantes de Charlie Hebdo, esos datos prueban que Francisco ha suscitado mucho más entusiasmo entre los votantes del PSOE, Podemos y Sumar que sus dos antecesores.
Es evidente que su papado ha ido diluyendo los elementos más adversativos de la doctrina de la Iglesia respecto al populismo dominante y ha reforzado en cambio su complicidad ideológica. Hemos pasado de la búsqueda del bien a la exaltación del buenismo.
Con Francisco el liberalismo ha vuelto a ser pecado, como en el siglo XIX, hasta el extremo de que Yolanda Díaz ha podido presentarle como paladín de la imposición por ley de la jornada de 37 horas y media y los guardianes de la inmersión obligatoria en catalán se han sentido cómodos con sus enseñanzas.
Cuando murió Juan Pablo II, hace exactamente 20 años, escribí un artículo titulado “El Papa que nos cubría las espaldas”. Mi tesis era que en todos los grandes debates sociales de aquel momento -libertad sexual, control de natalidad, aborto, eutanasia, investigación con embriones, clonación terapéutica- “las posiciones del Papa se han ido quedando en menguante minoría”, respecto a los avances de la ciencia y la legislación.
“Pero en esta era del pensamiento débil, la ética indolora y el crepúsculo del deber -añadí- ha sido una suerte contar con la válvula de seguridad y el elemento de contrapeso de una personalidad tan colosal y abnegada como Juan Pablo II… remando denodadamente en la dirección contraria a la corriente. Claro que eso podía reducir la velocidad de desplazamiento, pero… ¿y si quien estuviera en lo cierto fuera él?”.
Probablemente sea una posición egoísta contar -desde fuera de ella- con que la Iglesia Católica siga ejerciendo de freno de mano de eso que llamamos progreso y que ya incluye el vértigo de la inteligencia artificial, los abusos crónicos de las redes sociales o la guerra cibernética. Probablemente tenga razón Pablo D’Ors al afirmar -desde dentro- que “la Iglesia necesita un Papa progresista y abierto si no quiere precipitarse en la insignificancia social”.
Pero también podría ocurrir que la búsqueda de esa “significancia social” le llevara a perder su significancia espiritual. En definitiva, el dilema de la modernización de la Iglesia se parece mucho al de la Monarquía, con la desventaja para esta de que si invocara su origen de derecho divino sólo provocaría ya burlas generalizadas.
De forma inevitable la Monarquía ha perdido su aura de misterio y ha quedado a expensas de su utilidad práctica en función de la conducta de sus sucesivos titulares. Si Felipe VI se comportara como hemos descubierto que lo hacía Juan Carlos I, la Tercera República estaría en España a la vuelta de la esquina.
Para que la Iglesia no quede prisionera de esa misma dependencia del juicio que el comportamiento de cada Papa merezca en el tribunal de la ciberesfera, tal vez le convendría, como escribía ayer Víctor Núñez, aferrarse a su condición “anacrónica” y “universal” por encima del tiempo y el espacio.
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Entre otras razones porque en el mercado de la secularización existen ya fuertes competidores capaces de ir sustituyendo a la Iglesia Católica como cauces para satisfacer las necesidades humanas de pertenencia a una comunidad y de cumplimiento de un propósito.
Tanto si hablamos de movimientos nacionalistas como globalizadores, el desarrollo de la tecnología no deja de favorecer a quienes controlan los resortes del poder. Véase cómo el patriarca Cirilo permanece genuflexo con el hisopo siempre preparado para lo que se le requiera desde la dacha de Putin, verdadero jefe de la Iglesia rusa.
La humanidad se empobrecería si, como ocurría en la Edad Media y el Renacimiento, la Iglesia Católica volviera a ser rehén de los poderes temporales.
Daría igual que fuera consecuencia de una involución como la que ridiculiza la película “Cónclave” y que un Papa conservador se alineara con la visión trumpista de la vida, o que otro Papa “progresista” como Francisco profundizara en la identificación con la socialdemocracia y el acercamiento hacia lo que significa el Grupo de Puebla en un ‘revival’ de la teología de la liberación.
¿Qué son en definitiva el MAGA o la Internacional Socialista sino iglesias competidoras con sus dogmas, su fe del carbonero, sus rituales litúrgicos, sus membresías, su jerarquía cardenalicia, su Papa omnipotente, su endogamia vaticana y su correspondiente dosis de escándalos económicos y sexuales?
Nadie ha dicho que tal vez la razón por la que Pedro Sánchez no ha asistido al entierro de Jorge Bergoglio es porque le veía como el líder de un movimiento alternativo al suyo y el protocolo del acto no le permitía que se visualizara esa relación de tú a tú, basada a la vez en la similitud y en la competencia.
Si hubiera existido un formato que hubiera propiciado que el jefe de la Internacional Socialista hubiera protagonizado un adiós diferenciado al jefe de la Iglesia Católica, ahí habría estado Sánchez. Pero no como parte de una más de las múltiples delegaciones y encima encabezada por el Rey de España.
Cuando los católicos se persignan los socialistas levantan el puño (y cuanto más dinero tienen más lo cierran, no vaya a ser que se les escape). Cuando los católicos cantan los salmos o la Salve Marinera, los socialistas cantan la Internacional (mientras se someten a las exigencias de los nacionalistas xenófobos).
Alguien dijo el otro día en una televisión que la diferencia es que un gobernante como Sánchez llega al poder por medios democráticos y el Papa no. Pero la designación por el líder del partido de los integrantes de las listas cerradas y bloqueadas tiene efectos equivalentes a los de la elección de cardenales por el Papa. Al final el jefe sólo depende de quienes dependen del jefe.
La principal discordancia reside en el carácter vitalicio del Papado, cosa que sólo consiguen algunos dictadores. Por eso se habla de elegir a un Papa viejo no vaya a ser que su legitimidad de origen quede dañada durante un ejercicio demasiado prolongado del poder.
En las democracias presidencialistas eso se resuelve con la limitación de mandatos y en las parlamentarias con el control de las cámaras. Por eso la pretensión de Sánchez de gobernar sin presentar los Presupuestos ni someter un gasto extraordinario en Defensa al debate y votación del Congreso es una herejía constitucional.
El problema es que él considera que su reino sí es de este mundo. De todo este mundo. Y me remito una vez más a su definitorio discurso del Congreso de Sevilla, a mitad de camino entre un sínodo episcopal y una Jornada Mundial de la Juventud.
Repasemos sus palabras: “O los socialistas españoles renovamos la renovación de las instituciones internacionales o poco de lo que hagamos en casa podrá prosperar… Sólo hay dos caminos: el del odio o el de la socialdemocracia… Como decía Fernando de los Ríos, ‘el socialismo es, ante todo, un movimiento moral’… Hagámoslo con la convicción de estar en el lado correcto de la Historia… Hagámoslo por toda la socialdemocracia europea e internacional… Hoy somos inspiración para otros en Europa y en el mundo… Nos toca liderar con el ejemplo”.
La imposibilidad de poner palabras equivalentes en boca de Feijóo es la prueba de que Sánchez, encumbrado a la presidencia de la Internacional Socialista en un cónclave con muchísima menos incertidumbre que el que se avecina en Roma, no actúa como el gobernante en precario que es sino como el Sumo Pontífice de una iglesia universal depositaria de verdades inmanentes.
Una iglesia competidora de la católica, pero mucho más excluyente y maniquea. Hay que retrotraerse muchos siglos en el tiempo para encontrar un Papa inquisitorial que planteara una dicotomía así entre el catolicismo y el odio.
Por recordar una de las mejores frases de Francisco, en su día dedicada a Trump, “una persona que piensa en construir muros, cualquier muro, y no en construir puentes no es un cristiano”. Pues bien, Sánchez propugnó en su discurso de investidura erigirse en “único muro” frente a las “derechas retrógradas”. Y eso es lo que desde entonces viene practicando implacablemente, al englobar en esas “derechas retrógradas” a todo el que no le baila el agua.
Sánchez propugnó en su discurso de investidura erigirse en “único muro” frente a las “derechas retrógradas”. Y eso es lo que desde entonces viene practicando implacablemente, al englobar en esas “derechas retrógradas” a todo el que no le baila el agua.
Pero tampoco parece que vaya a preocuparle demasiado pasar o no el test de cristianismo. Nunca será un líder que colectivamente “nos cubra las espaldas”. Bastaría con que no nos amenazara por la espalda.
En la película “Los dos Papas” el ya emérito Benedicto XVI, interpretado por Anthony Hopkins, explica con ironía la singularidad de su renuncia: “Dios corrige a un Papa presentando otro al mundo. Quiero ver con quien me corrige.
Mientras Francisco no ha llegado a darse ese gusto, nuestro joven Papa Pedro lo tiene cada vez más a su alcance. Y con margen decreciente para la sorpresa, según la encuesta de intención de voto que publicaremos mañana.