HACE años, en los bares burgueses, era posible escuchar a personas a las que infundía pavor la posibilidad de que un día les tocaran el timbre y no fuera el lechero de Churchill, sino el camión de Paracuellos. Es verdad que abunda la gente demasiado impresionable y que esta sociedad ha hecho que el miedo –y no la ambición de porvenir– sea el factor electoral más determinante. El único que permitió a Rajoy prolongarse entre nosotros, puesto que ambición de porvenir no ofrecía.
La desazón de los burgueses era en parte comprensible. En aquel tiempo, resonaban las bravatas jacobinas de Podemos, sus promesas de guillotina, su afán de corregir una Transición que jamás debió hacerse sin muertes y venganzas. Iglesias anunciaba que el miedo había cambiado de bando, aseguraba hacer política «con cojones» –política monofálica–, y hacía sonar un tic-tac que tenía a medio país persignándose como si sobre nosotros fuera a abatirse un eterno retorno histórico. No era para tanto, ¿verdad?
Confirmando que hay épocas que son para vivirlas con amigos –o con camaradas–, pero no en familia, el jefe de los sans-culottes se pierde el enésimo combate del siglo español porque anda extraviado en los quehaceres domésticos. Lo cual viene a ser tan demoledor para su personaje como si el Che se hubiera perdido la voladura del tren de Santa Clara y la entrada en La Habana por encontrarse en esas fechas de baja de paternidad. Y a esa izquierda que se veía a sí misma «viril y con cojones», peligrosa, revolucionaria a la manera sanguinolenta, fantasiosa de cabezas en un cesto, la está sucediendo otra que promete las magdalenas horneadas por una abuelita primigenia que te pellizca los cachetes como una papisa pagana y que ha puesto a uno de sus jóvenes bárbaros como los que incendiaron el Paralelo, devenido nieto profesional, a explicar el mundo mediante fábulas como la de la hormiga y la cigarra.
Los redentores que propugnan un Estado omnímodo que se hace cargo de La Gente en todos los sentidos siempre incurren en este mismo error: infantilizan a los adultos, trámite necesario para decir que todo lo hacen por ellos, incluso los castigos, que duelen más a quienes los administran. Esta degeneración cursi e infantiloide tiene sentido. Pero era mejor el otro personaje porque uno también tiene sus fantasías y la vida no le dio la oportunidad de enfrentarse a un totalitarismo distópico. Qué emoción de la resistencia pueden deparar una señora que trae magdalenas y el repelente niño Vicente de su nietecito nerd.