Hay un insólito contraste entre el sujeto que disfruta con una humilde bicicleta y el que labora con sueños de grandeza, como perpetrar un robo millonario en un museo o ser profeta de una joven nación. El rico y el poderoso tradicionales buscan el palique para el negocio o la conspiración mientras sudan. El ciclista, en cambio, habla, negocia, conspira consigo mismo.
Leo en algún periódico que el lehendakari Ibarretxe es un gran aficionado a andar en bici y me acuerdo de que ésa es también la pasión de Roberto Cearsolo, el autor del desfalco del Guggenheim. No sólo me acuerdo de ese hecho sino que experimento ante el caso de Ibarretxe la misma sensación de extrañeza, de desconcierto, de intriga que experimenté ante el caso de Cearsolo. Se supone que las aficiones particulares, eso que llaman ‘hobbies’ sirven para completar el retrato de las personas, para comprender mejor la psicología de un individuo, para arrojar luz sobre la personalidad de un sujeto condenado a mostrar sólo una parte de sí por la imagen pública que de él tenemos. Pero en ambos casos, el de Cearsolo y el de Ibarretxe, el dato, más que contribuir a la comprensión del personaje, contribuye a hacer crecer el emigma por lo que tiene de contradictorio, de difícilmente encajable, de escasamente conciliable con el resto del cuadro. Se supone que el de la bici es un deporte sencillo, modesto, sobrio, casi rural y totalmente exento de glamour.
Se supone que los tipos ambiciosos son más amigos de los yates que de un rudimentario y humilde artefacto al que hay que estar entregándose muscularmente de cuerpo entero y de modo permanente para que no pierda el equilibrio. Hay un insólito e indescifrable contraste entre el apacible sujeto que disfruta subiéndose a unas miserables, plebeyas e incómodas barras de hierro cuando tiene tiempo libre y el que ocupa su horario laboral en sueños de grandeza como perpetrar un robo millonario en un museo o ser profeta y padre de una joven nación. Hay una ligera diferencia entre ser lehendakari y ‘bicilehendakari’. Se supone que quien manga cientos de miles de euros a una institución pública, quien compite por protagonizar el atraco del siglo sueña con una existencia de rico bajo el sol de las Bahamas o dentro de una limusina de mafioso y detrás de un chófer con gorra de plato, no con sudar la gota gorda por las cuestas y las curvas del empinado y lluvioso valle de Asúa en un asqueroso día de invierno. Se supone que quien se ve a sí mismo como Moisés de un Estado Libre Asociado aspira a desfilar por la avenida de la gloria subido al carro del vencedor y en loor de multitudes, no al pedaleo cutre y solitario por una carreterucha de pueblo.
He dicho la palabra ‘solitario’ y en ella reside el secreto, la clave, la explicación de ese misterioso contraste. El rico y el poderoso tradicionales no toleran la profunda, la insalvable, la autista y solipsista soledad de la biclicleta. Buscan lo social en el ‘hobby’. Lo suyo no es el ciclismo sino los deportes de vela, el golf, el tenis, el pádel Buscan, en fin, el palique para el negocio o la conspiración mientras sudan. El ciclista por el contrario habla, negocia, conspira consigo mismo. De pronto me acuerdo de que a Rajoy también le gusta mucho la bici.
Iñaki Ezkerra, EL CORREO, 26/5/2008