- El apoyo del Gobierno a las protestas de La Vuelta testimonia la ‘procesización’ de la política española: el abandono de unos poderes públicos con ánimo subversivo a la insensatez tumultuaria.
Tan viejo como el derecho de protesta es la estrategia discursiva que retrata a los manifestantes como sediciosos violentos, a fin de deslegitimar toda impugnación del statu quo.
Pero lo cierto es que las protestas cívicas están para armar quilombo.
Cuando la derecha pequeñoburguesa exige que las concentraciones se atengan a la más pacífica serenidad, lo que están defendiendo no es una manifestación, sino una batucada.
Es comprensible, por tanto, que si uno estima que Israel es un Estado genocida (y en este punto se antojan irrisorios también los remilgos de cierta prensa conservadora para precisar que lo que perpetra Netanyahu son «crímenes de lesa humanidad»), no se contente con una manifestación como las organizadas por el PP, con sesión de DJ y vermú torero.
El problema con los disturbios de este domingo en Madrid, que han obligado a suspender el final de La Vuelta, no es tanto su virulencia, sino el hecho de que vienen instigados por el Gobierno.
Debería ser una obviedad para cualquier entendimiento no secuestrado por la politización más feroz que es inaceptable que quien tiene encomendada la salvaguarda del orden público llame abiertamente a subvertirlo.
Y en un país con una vida pública menos demenciada que la española, se vería como una anomalía inquietante que, habiéndose saldado la algarada con una veintena de policías heridos del operativo a su cargo, el delegado del Gobierno en Madrid salga a felicitarse de que el pueblo de Madrid ha dado un gran ejemplo al mundo.
El Gobierno, que no tuvo redaños para cancelar La Vuelta, ha acabado boicoteándola por la puerta de atrás.
No es sólo que el presidente espolease a los manifestantes. El Gobierno permitió con su aquiescencia, como ha certificado EL ESPAÑOL a partir de testimonios policiales, que los antisionistas desbordaran el cordón policial e hicieran imposible completar la etapa.
Y por si a alguien le quedase alguna duda de la autoría de esta maniobra de agitación, tanto Sánchez como su gabinete han salido este lunes a festejar los altercados.
Sólo los ingenuos crónicos podrán pensar que es casual que el Gobierno haya acelerado en las últimas semanas la campaña antiisraelí, coincidiendo con el alba del nuevo ciclo electoral, agendados como están para el año que viene los comicios en Castilla La Vieja y Andalucía.
Coetáneamente a esta campaña, el CIS publicaba un barómetro que inflaba el ascenso de Vox. Y poco después, el diario gubernamental dedicaba su portada casi en exclusiva al auge fulgurante de la derecha radical.
El PSOE ya se ha puesto en modo urnas, y son los tambores de la guerra electoral los que suenan en lontananza.
Por eso, el liderazgo de la causa propalestina es mucho más que una cortina de humo para sofocar los vapores de las saunas.
Consiste en una operación para cambiar de rasante la conversación pública y la agenda política, hacia una orientación donde Sánchez tiene mucho más que ganar, dado el predicamento mayoritario entre la población española de la doctrina propalestina.
Es la activación del último resorte emocional capaz de devolverle la iniciativa al PSOE y de enardecer a sus huestes, ayunas de un revulsivo después de muchos meses de aturdimiento.
Arrebatarle la bandera palestina a su izquierda (el único predio por donde el PSOE está en condiciones de crecer), faculta a Sánchez para presentarse de nuevo como síntesis de la antítesis radical que representan Podemos y Sumar, frente a la tesis encarnada por un PP cuya inconcreción en este asunto lo deja fuera de juego.
Pero azuzar el malestar ciudadano contra Gaza reviste una implicación de más largo aliento.
Al bendecir unas protestas que han engendrado una flagrante inseguridad, el Gobierno de España se abandona definitivamente a la pulsión inestabilizadora que viene exhibiendo.
Se trata de una elocuente expresión de la mutación que ha sufrido la vida pública de nuestro país en los últimos años, que cabría capturar bajo la denominación del procés español.
Cataluña se pacificó con el fracaso de la intentona golpista del separatismo, pero se exportaron al ámbito nacional las dinámicas desquiciadas de la política catalana.
A saber, el abandono del propio Gobierno a la insensatez tumultuaria (hasta el punto de poner en riesgo la integridad de sus ciudadanos), la adopción por los poderes públicos de un ánimo insurreccional, la laminación del tejido institucional y la adulteración de las reglas del juego político.
No en balde, el aliento de Sánchez a la turba antisionista invitaba a evocar aquel «apreteu!» de Quim Torra a los CDR.
Y la catalanización de la política española se manifiesta igualmente en la emulación por la izquierda radical estatal de la fisionomía de las causas de la progresía catalana: la estética perroflauta de la cacerolada y la kufiya, o la alineación altermundista con plazas marginales como Palestina o el Sáhara.
El término «Españistán» se popularizó en los años de la crisis entre los egregios círculos culturales de los lectores de El Jueves, como sátira de la deriva económica y política de un país de pandereta bajo el gobierno del PP.
Hoy habría que recuperar ese topónimo para la España sanchista, subida en una bicicleta sin frenos en una pendiente de tercermundización que se transparenta también en la preferencia de la izquierda por quemar las calles no en señal de protesta contra un Gobierno que ha defraudado todas sus promesas de paliar la crisis de la vivienda o de los salarios, sino para darse a un activismo fútil reducido a la ostensión moral sobre un suceso que nos pilla francamente a desmano.
La inenarrable imagen del podio improvisado para los ganadores de La Vuelta sobre unas neveras pintadas condensa la más perfecta postal de nuestra nueva Españistán.
Se dice que el respaldo del Gobierno al sabotaje no sólo va a mermar el prestigio internacional de España, sino también el poco que le queda a Sánchez.
En realidad, lo esperable es que este incidente bonifique las opciones del presidente. Porque, desengañémonos, en el PSOE ya no hay pages, sino óscares.
Es decir, que su militancia está plenamente alineada con el afán sanchista por mantener excitada la demogresca antiderechista, enconar los ánimos y emponzoñar la convivencia.
Ante la entrada en barrena de esta legislatura nonata, el Gobierno no va a perder la oportunidad áurea que le brinda el único recurso galvanizador a su alcance. Aún nos aguarda mucha matraca gazatí.