RAFAEL RUBIO NÚÑEZ-ABC

  • El impacto de la tecnología, y su transformación de las dinámicas sociales, menos homogéneas y más narcisistas, desequilibran algunos de los pilares de representación política

En el proceso electoral que comienza, la comunicación ocupará el centro de la vida política y, en vez de ser un medio, se convertirá en un fin, vaciado de cualquier pretensión informativa, al servicio de la propaganda. La política, en esta permutación, quedará reducida a mero instrumento de comunicación (y no al revés). Cuestión de forma que condicionará las decisiones que permitan el acceso al poder en las próximas elecciones. Poco importará que lo electoralmente rentable no sea necesariamente lo mejor para el futuro del país. Ahora lo importante es ganar, luego ya gobernaremos, dicen los convencidos de que buscar el interés general no es siempre la mejor manera de ganar unas elecciones. Esta ceremonia de la confusión forma parte del calendario democrático y resulta insustituible, siempre que su lógica comunicacional se limite a este momento excepcional, aunque periódico, de la democracia. Sin embargo, vemos cómo desde hace ya unos años, y cada vez con más fuerza, la excepción se vuelve norma. La política se convierte en «campaña permanente» (Blumenthal), un espacio en el que resulta imposible distinguir dónde empieza la campaña y dónde la política, y toma cuerpo la idea de que la política es tan solo la conquista y el mantenimiento del poder.

Así, mientras la sociedad aumenta su complejidad (Lippmann), la política busca una respuesta simple que le proporcione la victoria inmediata y la encuentra en la comunicación, entendida como una forma más sencilla de hacer política. La comunicación política es sustituida por la política-comunicación, y esto afecta a su contenido: la vida pública se convierte en espectáculo y el candidato en objeto de consumo. El líder político es aquel que destaca por sus habilidades de comunicación, la demoscopia se sitúa en un lugar preeminente y el consultor de comunicación, al que se pregunta qué hacer y no solo cómo hacerlo, asume el papel de decisor. Todo es reducible a una imagen, a un eslogan, a un titular. Incluso el diálogo, cuando se produce, se transforma comunicativamente en monólogos editados, sin sombra de cualquier argumento contrario para el espectador. Se desarrollan así esferas públicas paralelas donde el diálogo se produce de manera parcial, dirigido a otro público ajeno al mismo y en un lenguaje político que Pedro de Vega caracterizó, en estas mismas páginas, como «mandarinesco», cargado de ficciones que desvirtúan las realidades más evidentes. Y lo común, indispensable para la existencia de la sociedad, queda desplazado por hechos alternativos, realidades paralelas retroalimentadas por medios de comunicación disminuidos por la fragmentación de la conversación y las condiciones económicas.

La comunicación promete soluciones inmediatas, ideales para una población que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por el impacto instantáneo independientemente de sus consecuencias. Las decisiones se adoptan a corto plazo para ocupar las ventanas informativas, sin reflexión y con elevadas cargas de subjetividad. Así, las promesas, crecidas muchas veces al calor de la ocurrencia, son abandonadas o son ejecutadas deprisa y corriendo sin el suficiente cuidado, como si lo importante fuera el impacto del anuncio y no la capacidad transformadora de su ejecución. En la política convertida en la gestión del presente, el ‘micromanagement’ sustituye al pensamiento estratégico y el ideario queda deformado en argumentario. Un argumentario que, en ausencia de referente temporal, incurre en la contradicción permanente. Esta inconsecuencia entre el comportamiento y las ideas asume la desaparición de la coherencia como valor político e instala un clima donde «las diferentes elecciones morales carecen de todo fundamento que no sea algún tipo de emoción» (McIntyre). Ante la imposibilidad de dar razón de dichas elecciones, por cuanto éstas –careciendo de fundamento racional– serían, de hecho, injustificables por arbitrarias.

La política se convierte en la gestión de emociones, que toman forma de causa, y la tarea de los medios, se ve reducida a sincronizar preocupaciones (Sloterdijk). La democracia opera así como convergencia provisional de intereses opuestos, un juego de suma cero, que reduce la complejidad connatural de la política a falsos dilemas binarios y favorece la suplantación absoluta del discurso político racional por la seducción emotiva. La política deja de ser acuerdo para convertirse en lucha por la apropiación del lenguaje cada vez más alejado de la realidad. El diálogo se sustituye por la guerra, aunque sea de posiciones, marcos o relatos, alimentando la separación entre gobernantes y gobernados.

En este entorno bélico, el ciudadano se refugia en sus ideas, convertidas en el último refugio del ciudadano que cuando no se fía de nada, se fía de sus emociones, de sus convicciones. Los líderes políticos y sus seguidores se vuelven cada vez más impulsivos y, en consecuencia, cambiantes. Esto dificulta la elaboración y adhesión a políticas públicas que, además de reflexión, requieren tiempo para ser exitosas. La realidad queda sustituida por verdades virales, socialmente autoimpuestas, que generan corrientes de opinión acríticas con resultados impredecibles y de los que nadie se siente responsable, en las que es precisamente la verdad la primera víctima.

Este proceso de fagocitación de la política por parte de la comunicación conduce a conculcar en su núcleo más profundo el equilibrio de valores y principios sobre los que se sostiene la democracia. El impacto de la tecnología, y su transformación de las dinámicas sociales, menos homogéneas y más narcisistas, desequilibran algunos de los pilares de representación política. No es de extrañar que determinados regímenes iliberales se hayan adaptado con más éxito a estas lógicas tecnológico-comunicativas.

La comunicación no es un elemento accesorio ni nocivo para la democracia, al contrario; forma parte esencial de la misma hasta el punto de que la representación política sólo es explicable desde la opinión pública (Habermas). No se trata de desterrar la comunicación del terreno de la política, ni siquiera de sustituirla por la mera transparencia, sino de entender que la política necesita del uso estratégico de la comunicación (y no al revés). No es lo mismo tomar decisiones pensando en su impacto comunicativo a corto o medio plazo (gobernar para comunicar) que tomar decisiones y aprovechar la comunicación para darlas a conocer y lograr que esas medidas sean aceptadas, respetadas e incluso impulsadas (comunicar para gobernar).

Si bien Aristóteles advertía de que «la palabra es el fundamento de la práctica política», la sacralización fetichista de las palabras ha constituido siempre el mecanismo más cómodo utilizado por aquellos que aspiran a ejercer el poder para, desde la mixtificación previa de la realidad, transformar luego espuria e interesadamente la lógica de la democracia en un razonamiento político esperpéntico. El liderazgo político necesita del poder de persuasión, pero no puede quedarse en palabras y debe producir resultados para no perder su razón de ser. Si esto no sucede, la democracia es sustituida por la democracia como acto de fe y de la democracia de las ideas se pasa a la democracia de las creencias, esas en las que uno está, en las que uno vive, aunque muy solo.