FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÏS

  • La política casi siempre es conflicto, pero es la forma mejor de estar en desacuerdo. El que se ve obligado a aportar razones, aunque no convenzan, al menos respeta implícitamente al interlocutor

Hay quien sostiene que en las actuales democracias no hay apenas diferencias entre momentos electorales y los propios de la “política normal”. Dado nuestro modelo territorial, esto es inevitable que ocurra, siempre hay alguna elección a la vista. Pero lo que ahora está en juego, casi todo el reparto de los puestos de poder, nos introduce en una situación bien diferente. Vamos a entrar en el año decisivo después de una legislatura rara, extravagante casi. Tanto por el comportamiento de los grupos políticos como por acontecimientos tales como la pandemia y la guerra y sus consecuencias, una legislatura casi traumática, con las instituciones hechas unos zorros y una tensión enorme, casi insoportable. Lo lógico es que esta dinámica se acentúe, que el modo electoral fagocite todo lo demás.

Sin embargo, una cosa es lo que cabe esperar, y otra lo que deberíamos exigir. Lo primero lo sabemos de sobra, un aumento del ruido, proliferación de las encuestas y un protagonismo todavía mayor de los expertos en comunicación política, que aplican a rajatabla su clásico manual de campaña. Son incapaces de salirse del modelo del “político maniqueo”, adversario. Sus rasgos básicos están a la vista. Dado que la desconfianza hacia la clase política no para de crecer y que no hay victoria electoral sin movilizar a las propias huestes, no queda otra que motivar a los tibios creando un punto de referencia negativo respecto del cual poder diferenciarse. Si no nos une el amor, que al menos nos unifique el odio. Lo que nos cohesiona, lo que debe dotarnos de identidad propia es nuestra común animadversión al de enfrente. El prius pasa a ser la descalificación del adversario.

Lo que deberíamos exigir es un modelo distinto, el del “político pedagógico”. Su perfil es bien simple, es el del político que se explica. Punto. No el que apela a las emociones primarias que subyacen detrás de las cómodas e interesadas distinciones entre el nosotros y el ellos, sino el que apela a la razón; el que, por tanto, se dirige a los ciudadanos como mayores de edad con capacidad de discernimiento, con capacidad para evaluar las cosas, no como sujetos pasivos a los que encandilar con eslóganes u otros trucos dialécticos electoralistas, o anestesiarlos con ese lenguaje de madera, como lo llaman los franceses, inexpresivo y omnipresente en el espacio público. Esto no garantiza una eliminación de la confrontación, desde luego, la política casi siempre es conflicto, pero es la forma mejor de estar en desacuerdo. El que se ve obligado a aportar razones, aunque no convenzan, al menos respeta implícitamente al interlocutor, lo incorpora al diálogo. Y esto es algo bien distinto a sentirse un mero conejillo de indias de espurias estrategias de engatusamiento partidista. Todas esas proclamas y aspavientos que tan bien conocemos. Puede que aquí resida una de las causas de la desconfianza hacia la clase política, que desprecia la inteligencia del ciudadano.

Al principio aludía al hecho de que estamos en momentos excepcionales, ¿por qué no aprovechar este período para hacer un pausado balance de lo ocurrido? Y, de paso, mirar a la cara a los retos del futuro inmediato. Ya sé que es inútil exigir autocrítica, aunque por su misma ausencia queda como un gesto elegante en un político. Pero sí podemos demandar que se nos presenten al menos proyectos de país, no beneficios para potenciales clientelas electorales o programas que al final no mira nadie porque casi solo se les conmina a dejarse guiar por su vínculo identitario hacia uno de los bloques. Al final, lo que más descorazona y asusta no es que ganen unos u otros, sino no saber lo que podemos esperar una vez que estén al mando.