José María Lasalle-El País
La pandemia ha elevado el riesgo de que la democracia liberal mute en un orden tecnológico de vigilancia y control que monitorice nuestra movilidad y nuestra salud al servicio de un ciberleviatán privatizado
Uno de los retos más importantes que habrá que afrontar después de la pandemia será cómo gestionar el cibermundo y evitar la aparición irresistible de un leviatán tecnológico. Algo sobre lo que no reparamos debido a la emergencia de la crisis sanitaria que vivimos y que ha dado pie a situaciones excepcionales, también en el ámbito digital. Situaciones que si se normalizan pueden dañar la estructura de derechos que disfrutamos.
Una de las evidencias más palpables de nuestro presente es que el Estado ha demostrado que es un soberano analógico. Ha paralizado la realidad mediante el monopolio legítimo de la violencia. Incluso, ha confinado un país y ralentizado la actividad empresarial sin romper la paz social. Una acción que, por otra parte, nadie discute que fuese necesaria si queríamos neutralizar la propagación de los contagios y evitar el colapso del sistema sanitario por culpa de la covid-19. Sin embargo, la excepcionalidad de la situación puede acarrear costes adicionales muy graves para la viabilidad futura de la democracia liberal. Al menos si no introducimos una supervisión legal y garantista sobre el reforzamiento que experimenta nuestra dependencia cotidiana de la tecnología. Algo que hegemonizan las grandes corporaciones que controlan la economía de plataformas. De hecho, vivimos atrapados por un solipsismo online que modifica, incluso, la experiencia cotidiana de nosotros mismos. La covid-19 ha hecho que el cibermundo se intensifique vertiginosamente hasta convertirse en la infraestructura de nuestra sociedad.
Las libertades analógicas se han transformado con el confinamiento en experiencias digitales. Lo mismo que una parte sustancial de nuestra identidad. Trabajamos, nos entretenemos y comunicamos online. Generamos una huella digital que se engrosa constantemente y que es tan dúctil que casi replica quiénes somos y qué pensamos. Este flujo extraordinario de datos provocado por la pandemia está creando las condiciones de un Biggest Data. No solo porque provocamos con nuestras interacciones digitales un megatsunami de datos con un valor de agregación incalculable. Sino porque atribuimos nuevas capacidades de vigilancia y seguimiento de nuestra identidad en un contexto de necesidad en el que, además, desnudamos nuestra privacidad y desguarnecemos nuestra intimidad, confiriendo a partir de ello un poder extraordinario a quienes registran y gestionan nuestros datos.
Enfilamos una era gobernada por algoritmos que controlan las grandes corporaciones tecnológicas mientras su cuenta de resultados crece como la espuma. Resulta sorprendente que mientras el Estado demuestra su poder analógico con la primacía de una ley que detiene la realidad, estas grandes corporaciones hegemonizan un cibermundo que se acelera a impulsos de una macrogeneración de datos que reemplaza la experiencia corpórea del ser humano por otra que se desmaterializa en contacto con las pantallas.
Bajo la excepcionalidad de la covid-19 se impone una gobernanza algorítmica que establece una identidad digital sin ciudadanía ni derechos online. Una identidad que nos anula como personas y nos define como trabajadores digitales, consumidores de contenidos y usuarios de aplicaciones. Algunas de ellas, por cierto, de rastreo de infectados y que, como sucede con las promovidas por el consorcio europeo PEPP-PT, podrán neutralizar la propagación o rebrote del coronavirus mediante la agrupación de interacciones de afinidad social cuyo almacenamiento y centralización ofrecen capacidades de monitorización que trascienden la funcionalidad epidemiológica primaria. De hecho, podrían controlar nuestros movimientos 24 horas al día y 365 días al año y, de paso, identificar quiénes nos acompañaban y qué vínculos existen entre nosotros si no se garantiza, como señala el comisario Thierry Breton, su anonimización, voluntariedad, descentralización, temporalidad, seguridad y transparencia.
Las consecuencias de fomentar bajo este contexto de excepcionalidad un Biggest Data son inquietantes. La primera es que, sin control democrático sobre este empoderamiento tecnológico, corremos el riesgo de que nuestra democracia liberal mute hacia una dictadura tecnológica en manos de alguien inclinado a ello. De basarnos en una libertad cooperativa, podríamos ver instaurado un orden tecnológico de vigilancia y control que monitorice nuestra movilidad y nuestra salud al servicio de un ciberleviatán privatizado. Un escenario distópico que solo podremos impedir con derechos y garantías digitales que nos protejan en nuestra privacidad. Urge, por tanto, un catálogo de derechos y garantías que atribuyan una ciudadanía digital sobre la que fundar una verdadera ciberdemocracia.
Relacionado con ello es la segunda consecuencia, ya que tiene que ver con el crecimiento de la desigualdad. No solo por el empobrecimiento generalizado que provocará la recesión económica si no es mutualizada entre todos, sino porque puede verse multiplicada con los efectos agregados que producirán nuestros datos y que monopolizan plataformas que monetizan sin contrapartidas solidarias. Para evitar esta desigualdad hay que abordar una regulación sobre algoritmos e inteligencia artificial que ponga estas herramientas al servicio de los seres humanos al fijar directrices éticas fiables. Para conseguirlo hay que reivindicar valores humanísticos, así como políticas públicas centradas en lo humano. La pandemia de la covid-19 no puede empobrecer a muchos, ni propiciar a lomos de sus necesidades el beneficio desmesurado de unos pocos.
Finalmente, es imprescindible concienciarnos de que se ha activado un virus neorreaccionario que circula por las redes y que mina la confianza en los Gobiernos democráticos. Hablamos de un vector autoritario que trolea una dinámica de desinformación que debilita aún más nuestra libertad. No me cabe la menor duda de que la democracia liberal vencerá la pandemia del coronavirus covid-19, pero tendrá que convencer de que lo hizo lo mejor que pudo y por el bien de todos. Aquí nos jugamos mucho, ya que el cibermundo no puede alojar la mentira como estructura de propaganda cotidiana. De lo contrario, como señala Martha C. Nussbaum, el miedo y la ira sumarán esfuerzos y se organizarán para hacernos pagar como sociedad la propagación de un autoritarismo político que buscará culpables. Una posibilidad que está ahí, acumulando negatividad y rencor todos los días a través de las redes sociales y de un ciberpopulismo que expande su toxicidad conspirativa.
El balance que el siglo XXI nos ofrece hasta el momento es de un siglo antiliberal. Uno tras otro, los golpes han impactado sobre la credibilidad de la democracia. El 11-S nos arrebató la seguridad y puso en marcha los populismos. La crisis de 2008 nos privó de la prosperidad y nos echó en brazos de los populistas. Y ahora la pandemia nos desprovee de la salud y nos arroja a los pies de un ciberleviatán que está en proceso de consumar un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad. Pensar críticamente el futuro comienza a ser tan urgente como combatir la pandemia.
José María Lassalle es director del Foro de Humanismo Tecnológico de ESADE.