Ignacio Suárez-Zuloaga-El Correo
- Los antiguos valores bilbaínos deberían ser fuente de inspiración colectiva para recuperar su fibra ética e intelectual
Bilbotarrak es un término de connotaciones expansivas. Además de identificar a quienes viven o hemos nacido en Bilbao, sirve de ‘marca’ para un popular coro y a los premios de nuestra asociación de mujeres emprendedoras. Apropiada denominación para unos galardones, pues la palabra ‘bilbaíno’ ha adquirido a lo largo de la historia el rango de ‘adjetivo admirativo’. Neologismo este que acabo de inventarme con el optimista impulso propio de todo lo que surge de nuestra villa.
Y es que Dios agració a Bilbao con una localización estratégica y unos naturales listísimos. Consistió aquella en el vado más al norte del Nervión en marea baja, sobre el que algunos avezados paisanos construirían un puente que conferiría una ventaja competitiva insuperable: tiempo. Pues en vez de caminar hasta Bermeo se podía embarcar en el vecino arenal. Aquel remanso del río evitaba también el trabajoso proceso de subirse a botes, remar y luego escalar la borda del navío. Y tras zarpar del arenal durante la pleamar, la corriente se encargaba de llevar el velero hasta el Abra.
Además, la situación tierra adentro evitaba el ataque de corsarios. Significativamente, unos años antes de la fundación había aparecido la imagen de una Virgen en el vecino alto de Begoña. Y no una cualquiera, sino todo un augurio de grandeza y prosperidad, pues nuestra Amatxu apoya una mano en Jesús y con la otra coge una fruta: sacra descendencia y medio de subsistencia.
Otro signo del singular carácter bilbaíno fue la personalidad del fundador: inmigrante y atrevido. Hijo ‘segundón’ de una aristócrata francesa y de un alférez del rey de Castilla, don Diego V López de Haro fue uno de los caballeros más intrépidos de su época. Los historiadores le calificaron de ‘intruso’ porque arrebató el Señorío de Vizcaya a su hermana. Hábil negociante, se las arregló para que la reina María de Molina (una de las más inteligentes de la Edad Media) le apoyase, legitimando la apropiación. El mismo año que Diego aseguró su Señorío vizcaíno, decidió revalorizarlo con la fundación de la villa de Bilbao.
Los primeros bilbaínos ‘de iure’ hicieron del puente de San Antón el pilar de su prosperidad, llevándolo a su escudo. El cobro de pontazgos y las sucesivas normas que obligaban a pasar las mercancías por el puerto de Bilbao reforzaron su ventaja geográfica. Cóctel competitivo que se completaría con la hábil consecución de un Consulado que reguló los asuntos mercantiles y la navegación por la ría. No es de extrañar que personas procedentes de las más diversas latitudes fueran estableciéndose aquí en los siguientes siglos. Inmigrantes que trajeron ideas, capitales, tecnologías, tradiciones… que fueron mezclándose provechosamente con las autóctonas, desarrollando una nueva identidad colectiva.
Después de ser durante siglos capital financiera e industrial de España, exportamos directivos y empresarios
El mestizaje de personas despiertas y trabajadoras, abiertas a nuevas ideas, ha sido la receta con la que se ha venido cocinando el ‘ser colectivo’ de los bilbaínos; diestramente emplatado con tolerancia, libertad, optimismo y alegría de vivir. Valores defendidos incluso con sangre -y éxito- llegado el momento. Prueba de ello, los justificados motines del estanco de la sal y la zamacolada; y los dos largos sitios del siglo XIX (donde se guisó el bacalao con épica).
Rememorado aquel último asedio por nuestro Miguel de Unamuno, que nos dejó un delicioso manual de bilbainismo en su conmovedora ‘Paz en la guerra’. Una paz que posibilitó la opulencia económica; y ésta, la soberbia, pariéndose en Bilbao dos idearios racistas y separatistas. Primero, el que Sabino Arana se inventó para enaltecer a los ‘bizkainos’ mediante la denigración de los demás. Y sesenta años después, Federico Krutwig mezclaría esas ideas con un pupurrí de marxismo y elitismo, animando el inicio de cinco décadas de terrorismo. Dos individuos opuestos al tradicional estereotipo del bilbaíno conciliador y laborioso; pues vivieron del cuento durante toda su vida.
En la era de la globalización los antiguos valores bilbaínos deberían ser una fuente de inspiración colectiva. Pero vienen siendo arrumbados por el conformismo intelectual y el clientelismo partidista. Después de haber sido durante siglos la capital financiera e industrial de España, hace décadas que lo que más exportamos son empresarios y directivos. Por ello no surgen grandes proyectos de iniciativa privada.
Ni la belleza de Bilbao, ni la retahíla de subvenciones evitan que nuestros jóvenes más brillantes emigren buscando más libertad y dinamismo. Por eso Bilbao debe recuperar su ‘ser’ tradicional, su fibra ética e intelectual; volver a hacer de puente. Pues, de seguir así, pronto será una ciudad de jubilados y turistas.