Sería lógico que los partidos democráticos condicionaran cualquier acuerdo con Bildu en Ayuntamientos y diputaciones a la exigencia de disolución de ETA por parte de la coalición. Esa consideración afecta especialmente al PNV.
Como nada tiene tanto éxito como el éxito mismo, algunas personas han deducido del alcanzado el domingo por Bildu que nunca debió ilegalizarse al brazo político de ETA, dado su arraigo social. Sin embargo, hacerlo fue una medida necesaria, en defensa de la democracia. Como ha recordado estos días la viuda de Gregorio Ordóñez, presidente en 1995 del PP de Guipúzcoa y teniente de alcalde de San Sebastián, es muy probable que su marido hubiera sido elegido alcalde de la ciudad en las elecciones del 28 de mayo de aquel año (en las que su partido fue la fuerza más votada) de no haber sido asesinado cuatro meses antes por ETA.
El diario Egin justificó el crimen precisamente porque Ordóñez era el previsible «triunfador de las próximas elecciones y por ende detentador del Gobierno de España». La reacción de Herri Batasuna (HB) consistió en reclamar una «solución negociada» al conflicto. No puede haber democracia si una banda asociada a uno de los participantes en las elecciones se considera con derecho a condicionarlas matando a los candidatos de sus rivales. Por eso se aprobó una Ley de Partidos que permitió sacar de la competición a Batasuna.
Pero la ilegalización fue necesaria también para que Batasuna se planteara, por su propio interés, renunciar a seguir formando parte de la estrategia de ETA. Ese efecto se ha producido, aunque el desenlace sigue pendiente.
Se pensaba que si se mantenía fuera de la legalidad a Batasuna y sus herederos mientras ETA estuviera presente, serían esos herederos quienes forzarían la disolución de la banda. Por tanto, debía rechazarse la posibilidad de participación electoral de la izquierda abertzale ligada a ETA mientras esa organización no anunciara su retirada definitiva. Pero era difícil que el Constitucional avalara ese planteamiento después de que ese sector hubiera hecho aquello que el mismo tribunal consideró (en 2007) necesario para que recobrara la legalidad: dar muestras de alejamiento de los fines y estrategia de ETA-Batasuna.
Y, en todo caso, es lo que ya ha decidido el Tribunal Constitucional, y de nada sirve llorar por la leche derramada. Más útil es plantearse qué posibilidades abre la nueva situación con vistas al final de ETA. Es cierto que existe el riesgo de que, una vez alcanzado su objetivo de contar con un partido en las instituciones, la banda pretenda volver a hacerse presente mediante acciones violentas, a fin de seguir condicionando la política vasca; pero ese riesgo no habría sido menor, sino acaso mayor, con Bildu ilegalizada.
El compromiso de la izquierda abertzale de condenar cualquier acción de ETA y de expulsar a los electos que se nieguen a hacerlo es un contraestímulo (por imitar el lenguaje del Tribunal Constitucional) para la vuelta de ETA a la acción. Y si lo hace, ahora sería contra los intereses de Bildu. También es posible que su desmarque sea ficticio y que, como en 1999, conviertan en papel mojado sus compromisos si ETA regresa; pero ellos también arriesgarían si actúan de esa manera. Porque ahora tienen mucho que perder. Herri Batasuna ya fue la segunda fuerza del País Vasco en las municipales de 1979 y en las autonómicas de 1980, pero entonces suponía aproximadamente el 26% del total del voto nacionalista (PNV, Euskadiko Ezkerra, HB) y ahora Bildu supone el 44%. Las dos ocasiones anteriores en que Batasuna (con otro nombre) superó el 30% del voto nacionalista fue en las autonómicas de 1998 y en las locales del año siguiente. Es decir, en periodo de tregua, como ahora; mientras que su menor aportación al voto nacionalista, el 19%, se produjo en 2001: tras la ruptura de esa tregua. Con los resultados del domingo, el objetivo de la izquierda abertzale de sustituir al PNV como fuerza nacionalista hegemónica se ha vuelto verosímil a sus ojos; pero ahora ya saben que la condición para que ocurra es que cumpla las expectativas por las cuales tanta gente le dio su voto el pasado domingo: conseguir la retirada definitiva de ETA. Los resultados electorales refuerzan la posición de los de Otegi en su pulso con la dirección de la banda, pero no es seguro que se atrevan a dar el paso de exigir su disolución, que les dejaría sin la baza negociadora, a la que no han renunciado.
Sería lógico que los partidos democráticos condicionaran cualquier acuerdo con Bildu en Ayuntamientos y diputaciones a la exigencia de disolución de ETA por parte de la coalición. Esa consideración afecta especialmente al PNV. Sus resultados del domingo (segunda fuerza en Guipúzcoa y en Álava) le plantean el dilema de elegir entre sumarse al soberanismo, pactando con Bildu el reparto de las diputaciones de esos dos territorios (con el riesgo de reforzar a quienes quieren disputarles su primogenitura); o reforzar su proyecto de nacionalismo autonomista, que le ha llevado a obtener sus mejores resultados en Vizcaya, y en particular en Bilbao.
Una actitud coherente implicaría también negarse a secundar el intento de la izquierda abertzale de rentabilizar la violencia pasada mediante la negociación extraparlamentaria de su programa de autodeterminación más Navarra. Urkullu rechazó hace meses esa posibilidad, pero Martín Garitano, que fue redactor jefe de Egin en los años ochenta y noventa y es ahora el candidato de Bildu a diputado general de Guipúzcoa, la dio por supuesta en su entrevista del lunes en la SER. Y en declaraciones posteriores, cada vez que se le ha preguntado por ETA ha respondido desentendiéndose: el fin de ETA «es algo que no afecta al proyecto» de Bildu.
Si esa es la posición de la coalición, ningún partido democrático podrá pactar con ella. Después de 30 años de justificar los asesinatos de ETA, incluyendo los que tenían una directa intencionalidad electoral, la izquierda abertzale no puede inhibirse de su responsabilidad a la hora de conseguir la disolución de la banda sin contrapartidas.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 26/5/2011