Ignacio Varela-El Confidencial
- Los dos partidos mayoritarios son cada vez más prisioneros de sus respectivos aliados necesarios hasta el punto de que sostenerlos con vida es un objetivo tan importante como el crecimiento propio
Víctor Ruiz de Almirón ha publicado en ABC un excelente análisis electoral que muestra la paradoja endiablada a la que conduce el juego de la polarización. Existe una clara tendencia a la recuperación del bipartidismo, entendido como la ampliación del espacio electoral que ocupa la suma de los dos grandes partidos, PSOE y PP. Ello debería dotarles de mayor autonomía estratégica y aumentar las posibilidades del ganador de formar un Gobierno autónomo y, a la vez, estable. Pero sucede lo contrario: los dos partidos mayoritarios son cada vez más prisioneros de sus respectivos aliados necesarios (la galaxia podemita para el PSOE y Vox para el PP), hasta el punto de que sostenerlos con vida es un objetivo tan importante como el crecimiento propio.
Muchos nostálgicos del bipartidismo clásico creyeron que lo que desquició la vida pública en España fue la fragmentación de los espacios políticos a partir de 2015. Ahora sabemos que el tumor maligno no fue ese, sino la consolidación del bibloquismo polarizador que conduce al país a la parálisis, enerva el pulso reformista y envenena de saque cualquier debate. El triunfo de la cultura noesnoísta que Sánchez inoculó en el PSOE y después contagió a todo el sistema ha funcionado como una inyección masiva de gas pimienta y azufre.
En las elecciones de 2019, el PSOE y el PP obtuvieron conjuntamente un resultado misérrimo: 49% del voto y 212 escaños. Más de la mitad de los electores dieron la espalda a los dos principales partidos y, además, enviaron al infierno a Ciudadanos, la pieza de equilibrio que podría habilitar mayorías alternativas de centroizquierda o centroderecha. Su casquivano líder saboteó sucesivamente una y otra fórmula, y recibió un castigo tan merecido como insalubre para el equilibrio político. Arrasada cualquier vía de concertación transversal entre ellos, los dos grandes quedaron enfeudados a sus respectivos extremos, investidos como aliados necesarios en cualquier fórmula de gobierno. Así pasamos del bipartidismo al bibloquismo, que fue como pasar del catarro a la pulmonía.
Aparentemente, se está invirtiendo parcialmente la tendencia. Las encuestas solventes coinciden en mostrar un mapa en el que la suma del PP y del PSOE se aproxima al 60% del voto, que podría superar el 70% en muchas pequeñas provincias del interior (las más determinantes para el reparto de los escaños).
Almirón constata que, con las estimaciones actuales, en las próximas elecciones generales el primer partido estará por encima de lo que tuvo el PSOE y el segundo superará el resultado del PP. Ello hará más productivos sus votos y más improductivos los del tercer y el cuarto partido, que quedarán excluidos del reparto en muchas circunscripciones. Sin embargo, aunque ello los debilite numéricamente, la condición de aliados necesarios que les otorga la lógica bibloquista afianza su fortaleza política y los convierte en un bien a preservar para sus socios mayoritarios, voluntariamente dependientes de ellos.
Sánchez no repetirá la carambola de erigirse en ganador con un 28% raspado del voto y 53 escaños por debajo de la mayoría absoluta. El consenso de las encuestas honradas lo sitúa por debajo de ese porcentaje; pero, aunque lo lograra, no se producirá de nuevo el milagro de que el PSOE se cuele como primer partido en provincias de tres y cuatro diputados con cerca de un 60% histórico de voto conservador. Desde que el espacio de la derecha quedó reducido a dos competidores y el PP estableció una relación de dos a uno respecto a Vox, la probabilidad de que el PSOE se alce con la prima del ganador en la meseta y aledaños tiende a cero. Si a ello le sumamos el extravío de su hegemonía en Andalucía, tendría que hacer una proeza para reconstruir una mayoría como la que actualmente le sostiene.
Lo malo es que esa proeza pasaría necesariamente por nutrirse del desplome de su aliado necesario, Podemos o lo que salga de ese magma. El partido de Sánchez necesita esquilmar al podemismo para mejorar su resultado de 2019; pero, a la vez, el hundimiento (y más aún la fragmentación) del socio podemita arruinaría su expectativa de permanecer en el poder. Una fórmula podémica por debajo del 10% o partida en dos, con Yolanda o sin ella, sería una tragedia para el sanchismo, porque esos votos devendrían estériles en más de 40 provincias. Pero solo exprimiendo hasta el fondo el caudal electoral de su socio podría Sánchez siquiera soñar con colocarse por encima del 30%, que es lo mínimo que necesitará para competir con el PP en la España interior y superarlo claramente en Andalucía.
No es sencillo el jeroglífico estratégico al que se enfrentan el césar de la Moncloa y sus brujos residentes y visitadores: ¿dejar que el podemismo se desangre o rescatarlo por preservar una suma hipotética, aun a costa del sacrificio propio? Quizás este dilema ayude a interpretar las turbulencias en el seno del Consejo de Ministros, que se harán más intensas y bruscas a medida que se aproximen las urnas. Es lo que pasa cuando un partido grande pierde la vocación de mayoría y apuesta a mantenerse en el poder mediante agregaciones cabalísticas y carambolas a muchas bandas
El drama del PP es que la voladura de Ciudadanos lo ha dejado con un único aliado posible, que es Vox. De algún modo, se repite el mismo esquema: Feijóo necesita superar holgadamente la barrera del 30% —incluso aproximarse al 35%— para abrir una distancia decisiva respecto al partido sanchista, pero incluso eso podría resultar insuficiente para ganar una investidura y gobernar sin la hipoteca del que, de momento, sigue siendo su aliado necesario. Hoy por hoy, no puede permitirse el hundimiento de Vox. De hecho, Feijóo sería la primera víctima de una escisión en la extrema derecha protagonizada por Macarena Olona, como lo sería Sánchez si se materializara el divorcio entre Iglesias y Yolanda.
Teóricamente, la única solución de este embrollo pasaría por recuperar la cordura política, enviar el bibloquismo al cubo de la basura y recomponer el espacio de la centralidad, que es donde se forjan las grandes mayorías sociales, se establecen los consensos productivos y se cocinan las reformas de fondo que perduran. Puesto que ninguno de ellos se aproximará a la mayoría absoluta y una gran coalición es impensable, un tratamiento paliativo consistiría en alcanzar al menos un entendimiento no escrito entre los dos grandes partidos para permitir que gobierne el que tenga más diputados, liberarse mutuamente del chantaje de sus extremismos respectivos, concertar las políticas de Estado para no someterlas a los enemigos del Estado y abrir paso en todo lo demás a acuerdos flexibles con unos u otros, dependiendo de los temas.
El problema es que ambos viven asustados por el temor de que sus electores los castiguen por bajarse del caballo de la confrontación y restablecer el juego civilizado de competir y cooperar a la vez. Yo sostengo lo contrario: en la circunstancia presente, quien se comportara así sería recompensado. Pero abandonen toda esperanza, la vida en la trinchera es mucho más adictiva de lo que parece.