Manuel Montero-El Correo

  • El triunfo de la emoción plantea problemas a la democracia. Nos coloca en una situación pasiva: se sufre pero no se actúa

El miedo, el dolor o la ira, las emociones arquetípicas, pasan al primer plano del escenario público, dominado por discursos airados. En política ya no cuenta lo racional. Hoy, los actos políticos suelen describirse a partir de términos relacionados con las emociones: todo depende del miedo a la extrema derecha, de la satisfacción social por la gestión económica del Gobierno, del enfado de los ciudadanos con los empresarios del Ibex, mayormente con los supermercados.

En el mundo de las emociones vivimos ahora un ambiente apocalíptico. Proliferan los discursos agónicos, de los que parece deducirse que estamos en el final de los tiempos. Se suceden las reuniones internacionales contra el cambio climático y, por lo que se deduce, no sirven para nada, salvo para anunciarnos que estamos cada vez más cerca de la extinción. ¿Los esfuerzos colectivos por contener la emisión de contaminantes han tenido ya algún efecto positivo? Nunca nos informan de ello. Se obtiene la impresión de que vamos siempre a peor.

El triunfo de la emoción plantea sus problemas a la democracia. La emoción nos coloca en una actitud pasiva: se sufre, pero no se actúa. Nos duele el cambio climático, pero no parece deducirse ninguna actividad, salvo el papel épico de los dirigentes, cuya heroicidad no se relaciona con las medidas que toman, sino con el dolor que exhiben por tanto desastre. Sorprendentemente, el despliegue emocional tiene el efecto de despolitizar los debates, pues todo consiste en mostrar efervescencia pasional en las manifestaciones y la indignación por los capitalistas desalmados.

Una de las peores consecuencias del triunfo de la emoción es la radicalización política. Nuestra política ha evolucionado en el siglo XXI hacía una bipolarización desconocida en décadas. El centro se ha desvanecido, y se impone la radicalidad, tanto por la izquierda como por la derecha. Las expresiones son rotundas y condenatorias. Sobrevuela el imaginario de una ruptura irreconciliable.

Desde la Transición no hemos conocido semejante fisura. La agresividad afecta al propio concepto de transición, cuando se sugiere que trajo una democracia de chichinabo y se desdeña lo que implicó de convivencia, valor hoy aborrecido.

De creer los estereotipos, que sugieren la perpetua escisión entre dos Españas, continúan las divisiones que estallaron en la Guerra Civil, que venían de atrás y seguirían vigentes. Quedaríamos condenados a una ruptura permanente en la que se llama a reanudar las hostilidades. Estas se considerarían convenientes, no un mal a evitar. Reanudar la guerra, ochenta y tantos años después, para terminarla ahora con victoria.

Hay una contradicción. Emociones al margen, las divergencias que justifican la actual bipolaridad son de grado menor, que no se refieren a lo fundamental. Las ensoñaciones revolucionarias y reaccionarias son minoritarias y no afectan a lo que sostiene la mayor parte de la derecha, izquierda y nacionalismos. La gran mayoría no cuestiona el sistema socioeconómico en que vivimos. La derecha tiende a defender una mayor libertad económica y la izquierda, más presencia pública, pero la diferencia está presente desde que se gestó la democracia. Hay discrepancias sobre cómo gestionar, pero eso entra dentro de la normalidad del pluralismo.

No se critica nuestra pertenencia a la Unión Europea ni nuestro sistema político, aunque hay alguna disconformidad sobre la organización territorial. El sistema de libertades y derechos es compartido. Tampoco vivimos un agudo enfrentamiento social, una lucha de los desposeídos contra los ricos, y hay consenso sobre el mantenimiento del Estado del bienestar. El debate monarquía/república no escinde a la sociedad.

Estamos de acuerdo en lo fundamental, pese a la imagen de disensos irreconciliables. Persisten identificaciones ideológicas con los bandos de la guerra -no siempre derivadas de transmisiones familiares- pero no las causas sociales y políticas que la generaron: no existen disensiones sobre la propiedad de la tierra y la reforma agraria, ni hay agudas tensiones entre obreros industriales y capitalistas, ni la cuestión religiosa divide a la sociedad, ni está presente la amenaza fascista o de la revolución proletaria. Los desacuerdos territoriales quedan circunscritos básicamente al guirigay catalán.

Nuestra bipolarización no deriva de profundos cismas en los asuntos fundamentales. Se produce en los ámbitos relacionados con la memoria histórica y algunas formas de vida, como por ejemplo las relativas a las relaciones de género, sin que siempre sean posiciones radicalmente antagónicas (el combate a la violencia de género es comúnmente compartido, aunque no la teorización feminista sobre el heteropatriarcado).

El carácter menor de nuestras divergencias no les quita importancia, pues la agresividad puede llegar a sus últimas consecuencias por un quítame allá esas pajas.