Cuando hace ya tres años participé junto con Luis Garicano, César Molinas y Carles Casajuana en una iniciativa para recabar el apoyo ciudadano con la finalidad de regenerar la vida política española, elegimos centrarnos en un solo problema. Después de algunas conversaciones, coincidimos en identificar el que nos parecía esencial: el mal funcionamiento de los partidos políticos. Así surgió el Manifiesto de los 100, en el que pedíamos una serie de reformas para impulsar la democracia interna y los mecanismos de rendición de cuentas y selección de líderes. El manifiesto tuvo un éxito muy moderado (de hecho, conseguimos sólo 25.000 firmas de los ciudadanos) no sólo debido a la poca experiencia de los promotores sino, en mi opinión, a la escasa preocupación de los españoles por algo que sin duda les parecía muy alejado de sus problemas cotidianos. Probablemente hoy este mismo Manifiesto conseguiría muchas más adhesiones, sencillamente porque el paso del tiempo nos ha dado la razón de una forma que entonces no podíamos sospechar. Cabe afirmar que si padecemos esta situación de bloqueo institucional es sencillamente porque nuestros partidos políticos no funcionan bien. O más bien, como diría César Molinas, porque funcionan rematadamente mal, de manera que no son ni siquiera capaces de cumplir con la primera de sus obligaciones, que es la de garantizar que haya un Gobierno surgido de la voluntad del Parlamento.
Efectivamente, a día de hoy, lo que hay en España es una democracia representativa parlamentaria, es decir, una democracia en la que el Presidente del Gobierno es elegido por el Parlamento, debiendo para ello obtener el número suficiente de votos en la correspondiente sesión de investidura. Esto es al menos lo que dicen nuestros textos legales, empezando por la Constitución, y lo que entienden los expertos. Pero –como en tantos otros ámbitos– al margen de esta «realidad oficial» se ha desarrollado otra «extraoficial» extraordinariamente potente que funciona de forma muy distinta, por cortesía de los partidos políticos españoles desde prácticamente el comienzo de la Transición. En esta realidad lo que hay es un pseudo caudillismo de partido, lo que supone que lo único que importa políticamente es lo que decide el líder de un partido o, como mucho, el líder y su camarilla. La falta de neutralidad y profesionalidad de unas instituciones –empezando por el Parlamento– que han sido sistemáticamente ocupadas por los partidos, unida a la tolerancia de los medios de comunicación de masas y a la indiferencia de la ciudadanía han hecho el resto.
Claro está que mientras la realidad oficial y la extraoficial han sido compatibles –básicamente en la época del bipartidismo, donde con mayorías absolutas o con partidos nacionalistas era fácil alcanzar acuerdos para formar Gobierno– las disfunciones no eran tan evidentes. Pero ha bastado la ruptura del modelo tradicional para que estemos contemplando con toda su crudeza el anómalo funcionamiento de nuestros partidos políticos. El problema básicamente se podría reducir a uno: la total irresponsabilidad de sus líderes por las decisiones que toman. Hasta el punto de que en España se puede hablar tranquilamente de unas terceras elecciones en un año con los mismos candidatos sin que nadie saque la conclusión obvia de que nuestros representantes lo que pretenden es traspasarnos una vez más las consecuencias de su irresponsabilidad –con los consiguientes costes– para que les salga gratis. Porque eso es en definitiva lo que supone apelar a los electores para que sean ellos los que castiguen en las urnas a los candidatos fracasados, sabiendo que, en realidad, no tienen demasiadas posibilidades de hacerlo por lo menos con el actual sistema electoral. Y en último término, serán los propios líderes del partido de turno los que interpreten los resultados electorales y ya sabemos lo sesgada que suele ser esa interpretación.
Por otro lado, si miramos a otras democracias de nuestro entorno podremos comprobar hasta qué punto el bloqueo institucional que padecemos es consecuencia de este aberrante funcionamiento de nuestros partidos. Ciertamente, la campaña del Brexit es un buen ejemplo de lo que una democracia de calidad debe evitar, pero la actuación del partido conservador después del resultado demuestra claramente que la sustitución de un líder irresponsable no es ningún problema en una democracia parlamentaria si los partidos políticos funcionan razonablemente. Theresa May ha sido elegida sin ningún tipo de trauma interno y con mucha rapidez en sustitución de un David Cameron que había ganado las elecciones no hacía mucho tiempo y por mayoría absoluta. Por el contrario, desprenderse de un Presidente de Estados Unidos o de una Presidenta de Brasil como Dilma Rousseff que son elegidos directamente por los ciudadanos (incluso cuando median escándalos graves de corrupción) no es tan sencillo: se requiere de un complejo procedimiento de impeachment. En definitiva, se trata de modelos muy distintos al nuestro. El Presidente del Gobierno no es elegido directamente por los ciudadanos, es elegido por el Parlamento por lo que no debería haber ningún problema en sustituir al candidato de un partido si, por ejemplo, no es capaz de conseguir ser elegido y hay un candidato alternativo del mismo partido que sí lo conseguiría.
PERO COMO ya hemos dicho, nuestro modelo se acerca más en la práctica a un modelo presidencialista pero sin el plus de legitimidad democrática que otorga la elección directa de un Presidente por parte de la ciudadanía. Conviene insistir que esta anomalía deriva no de un defecto intrínseco a las democracias parlamentarias sino del mal funcionamiento de nuestros partidos políticos y, en particular, de su falta de democracia interna, de checks and balances y de rendición de cuentas. De ahí nace la dificultad de sustituir a sus líderes por candidatos alternativos por motivos obvios tales como perder elecciones, perder escaños, no conseguir llegar a acuerdos con otras fuerzas para formar un Gobierno, amenazar con nuevas elecciones, estar salpicados por casos de corrupción, saltarse los Estatutos de su partido o los que ustedes prefieran añadir a la lista.
Como verán, no andábamos tan desencaminados cuando consideramos que la palanca que podía servir para elevar la calidad de nuestra democracia representativa exigía mejorar el funcionamiento de nuestros partidos. Hoy, con la palanca atascada, esta necesidad es perentoria. Si creemos que el mejor sistema de gobierno es una democracia parlamentaria, tenemos que saber también que necesitamos partidos políticos que funcionen y que sean capaces de depurar las irresponsabilidades o/y las limitaciones políticas de sus líderes sin delegarnos una tarea que no nos corresponde y para la que carecemos de herramientas adecuadas. Si no lo entienden así, es más que probable que muchos electores se cuestionen su necesidad. Y entonces tendremos un problema todavía mayor.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora del blog ‘¿Hay Derecho?’ y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.