Y, sin embargo, está bien que Dylan haya ganado el Nobel. Asumo demasiado riesgo en esta defensa, porque España es un país que no deja mucho espacio entre el cuñado sentimental y el esnob genialoide. Y si el primero celebró ayer el galardón a pecho limpio, el esnob de red social tardó segundos en rasgarse la túnica inconsútil de su excepcionalidad, que no puede tolerar la coincidencia con el sentir general, y por ello inferior. Y es verdad que Dylan no necesita abogados como cantante pero sí como escritor.
Ciertamente el palmarés sueco ya ronda eso que Borges decía de las antologías: que lo mejor son sus ausencias. Pero si el galardón indigna cada año más a los lectores exigentes es porque todavía esperan mucho de él. Aboca a la melancolía pretender que en pleno siglo XXI el Premio Nobel de Literatura deba premiar la literatura. Aceptemos de una vez, como ha escrito inteligentemente Alberto Gordo, que el Nobel nació como premio literario, ha sobrevivido como aval político y está mutando a distinción sectorial, de tal modo que con Alexiévich enaltecía el periodismo y en Dylan canoniza el rock and roll. Mientras no perdamos de vista que faltan diez años para que veamos a una tuitstar feminista en Estocolmo, Bob Dylan no nos parecerá tan malo.
Podríamos alegar que la obra dylaniana cuaja un punto de intersección entre alta cultura y cultura pop; que no hay hombre de letras vivo cuya influencia social resulte comparable a la del autor de Blowin in the wind; que su autobiografía acredita una notable escritura. Pero atendamos a su personalidad, a su trayectoria construida sobre una sucesión de paradojas que resulta de un inconformismo nuclear, lo que acaso sea la clave del talento. Trovador y metafísico, contestatario y publicista, judío y católico, Dylan se ha pasado la vida huyendo de su propio éxito no bien consolidaba la excelencia en cada nuevo género que descubría. Se diría que la popularidad le ha perseguido a su pesar. Desde la blasfemia eléctrica en Newport hasta el llanto ante Juan Pablo II, a Dylan nunca le ha importado la aprobación de ningún establishment. Por eso el Premio Nobel corona su paradoja vital: la de alguien que, mientras estallaba la cultura de masas, apostató de la última religión de Occidente, que es la divinización del pueblo, sin dejar de recibir su adoración.