GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • Estoy seguro de que Don Unai Sordo no ha querido hacer la apología de la Constitución redactada, en 1978, por Enver Hoxha para la República Popular Socialista de Albania (Parte Segunda, Capítulo V, artículo 101). Pero lo ha hecho
«Denominar mal un objeto es añadir desdicha al mundo». No es imprescindible el talento literario de Albert Camus en 1944 para cincelar esa fórmula. El joven escritor y resistente daba sólo forma axiomática a lo que cualquier hombre no moralmente enfermo sabe: que las palabras, nadie las distorsiona por juego amable, que sacar a las palabras de su significado es el modo más sencillo de ponerle a la maldad máscara de benevolencia.
Me produjo un escalofrío ético escuchar anteayer al secretario general de Comisiones Obreras, Unai Sordo. Yo colaboré, en la primera mitad de los setenta, con algunos de los que fundaron su sindicato. Cuando no podía haber carnets. Eran gente decente, gente generosa; venían de los estratos más desfavorecidos, no pocos de ellos; y se esforzaban, en los inciertos refugios clandestinos por los que pasaban, en leer, en estudiar cuanto podía ponerse al alcance de su situación precaria. Sé que en la cárcel hacían lo mismo.
No pienso, de verdad no lo pienso, que este sucesor suyo de ahora haya pretendido hacer una apología de las dictaduras en su discurso del 1 de mayo. Pero la ha hecho. Y convendría que estudiara algo –como con tanto esfuerzo hicieron sus mayores–, para evitar ofender la memoria de todos cuantos, en distintos horizontes europeos, lucharon por eso tan elemental que es una democracia; por eso que consiste en algo tan sencillo como la división y autonomía de tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial; esto es, de gobierno, parlamento, jueces.
La fórmula de Unai Sordo, anteayer, fue demoledora. Cito literalmente lo que sería inimaginable en ningún sindicalismo democrático europeo: «¿Pero qué es eso de que un poder del Estado se elige por su cuenta? ¿Pero qué bobada es esta de que los jueces elijan a los jueces para despolitizar la justicia?». –Esa «bobada» es lo que llamamos democracia. Por conseguir esa «bobada», señor Sordo, sus mayores en el sindicato se jugaron años de cárcel, y por esa «bobada» entregaron parcelas muy amadas de sus vidas.
¿Existió alguna vez ese sistema que don Unai Sordo reclama al Gobierno y que consiste en –cito nuevamente– «pedir al gobierno y a la mayoría parlamentaria que tiren para adelante», que impongan su dictado y borren las «bobadas» judiciales? Sí, existió. Tiene incluso su formulación constitucional. Ésta:
«Los tribunales populares son los órganos de la administración de la justicia. Los tribunales populares protegen el orden jurídico socialista, luchan por la prevención de los delitos y educan a las masas trabajadoras en el espíritu del respeto y la aplicación de la legalidad socialista, apoyándose en la participación de dichas masas. El órgano judicial de más alta instancia es el Tribunal Supremo, que dirige y controla la actividad de los tribunales. El Tribunal Supremo es elegido por la sesión inaugural de la Asamblea Popular. Los demás tribunales populares son elegidos por el pueblo».
Estoy seguro de que Don Unai Sordo no ha querido hacer la apología de la Constitución redactada, en 1978, por Enver Hoxha para la República Popular Socialista de Albania (Parte Segunda, Capítulo V, artículo 101). Pero lo ha hecho. Aquellos de sus mayores, que fueron mis amigos, se hubieran muerto de la vergüenza –o de la risa– al escuchar tal disparate.
Ellos leían en la cárcel. El señor Sordo puede hacerlo en su despacho. Da igual. No es tan difícil entender que ningún juez «elige», en democracia, a otro juez. Lo que los jueces eligen es el «órgano de gobierno» del poder judicial, cuyas funciones tasa la Constitución española en velar por «su estatuto y el régimen de incompatibilidades de sus miembros y sus funciones, en particular en materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario». Y ese CGPJ no es una instancia jurisdiccional. Es, ante todo, garantía de la no parasitación de la justicia por el poder político. O su pura y simple deglución, a la manera en que se hiciera en la alucinada Albania de Enver Hoxha; ésa a la que sus mayores en Comisiones Obreras, señor Sordo, miraban con espanto.
Bobadas, todo. Por supuesto. Bobadas… Realmente, «denominar mal un objeto es añadir desdicha al mundo».