Ignacio Camacho-ABC
- Frivolizan con Gaza y hacen el saludo hitleriano; están a dos minutos de cachondearse del Holocausto
Estos tipos han perdido la chaveta, o la madurez, o el pudor, que en lenguaje popular se llama vergüenza. La difusión en las cuentas de Trump de un vídeo sobre Gaza convertida en emporio de vacaciones demuestra que la inteligencia artificial puede desbarrar cuando sus dueños la usan como campo de pruebas de los disparates que tienen en la cabeza. Para el que no lo haya visto: sale Musk en la playa, una lluvia de billetes, unos barbudos bailando la danza del vientre en la arena, una gigantesca efigie dorada del presidente, un casino con su nombre, rascacielos como de Dubai y el propio Trump en una discoteca o tomando el sol con Netanyahu en sendas hamacas piscineras. Se supone que se trata de una broma desafortunada, pero no hay ningún mensaje de contexto que se distancie de ella; más bien parece que sus autores y/o divulgadores están encantados de la ocurrencia sin que se les haya pasado por el caletre el pésimo gusto que revela esta banalización de la tragedia.
Tampoco parecían bromear Bannon y sus colegas cuando alzaron el brazo en su reciente aquelarre de satélites trumpianos –incluidos los españoles–, donde hasta el lugarteniente de Le Pen salió espantado. «Pussy», le llamaron, dicho con el desdeñoso tinte homófobo que suelen destilar estos valentones de aire bizarro, hijos o nietos de los muchachos que por combatir el espanto nazi sembraron las playas de Normandía de túmulos funerarios. Es como si de repente a los pretorianos de la Casa Blanca, borrachos de victoria y de poder tecnológico, se les hubiese despertado un impulso supremacista capaz de frivolizar con el delirio hitleriano; están a dos minutos de cachondearse del Holocausto. Se creen en condiciones de poner el mundo patas arriba y repartírselo con Putin en una orgía de liderazgos autoritarios. Como si se sintieran impelidos, más allá de un simple mandato ejecutivo de cuatro años, a una misión salvífica de demiurgos iluminados.
El problema es que entre la hecatombe de sus rivales internos, víctimas de su propio ensimismamiento ‘woke’, la debilidad estructural del entramado europeo y la complicidad de Rusia, no tienen enfrente ningún contrapeso suficiente para embridar o poner freno a sus arrogantes desafueros. Esa sensación de impunidad política –y legal: la condena judicial de su jefe supremo no ha surtido el menor efecto– los empuja a imponer su designio sin miramientos. Mano a mano con el tirano ruso pretenden manejar Ucrania u Oriente Medio como si fuera su patio trasero. Las evidencias desaconsejan enfocar sus amenazas como una eutrapelia, una provocación o una gamberrada; se están tomando perfectamente en serio el papel de potencia autorizada a hacer lo que le dé la gana al margen de cualquier legalidad, derecho o convención arraigada. Y se atisba la desoladora paradoja de que la nación que fundó la democracia es también la que puede empezar a liquidarla.