Guillermo Garabito-El Español
  • A Yolanda Díaz y Pedro Sánchez no les gusta la palabra mena. Es curioso que lo que les preocupe sea una palabra concreta del diccionario y no la inmigración ilegal.

Lo peor de una democracia es ver cómo le ganan la batalla los totalitarismos disfrazados de corderos, de batucadas, de flotillas por el derecho a volver y ganarse la vida en televisión como folclóricas de La Meca.

Y cada noche contamos ovejas mientras nos van colando lobos, con Pedro Sánchez durmiendo a pierna suelta.

Se nos está quedando una España de lobos disfrazados de activistas, de lobos disfrazados de vicepresidentas, de lobos que quieren comerse España.

Lo del PSOE y Sumar el martes en el Congreso de los Diputados impulsando que se censuren palabras que la RAE acepta (porque el castellano tiene esa habilidad antigua de ser como un bisturí que no se desafila, de ser como una patada en la entrepierna) no es más que tratar de señalar a los que piensan distinto y marginarlos para deslegitimarlos.

Un juego tan perverso como viejo en el mundo.

Yolanda Díaz y al presidente ahora no les gusta la palabra mena. Es curioso que, a dos políticos con responsabilidad pública, lo que les preocupe sea una palabra concreta del diccionario y no la inmigración ilegal.

Pero hay que ir normalizando que a este Gobierno le inquieta cualquier cosa menos la ilegalidad, sea de financiación, territorial o lo que sea.

No son capaces de aprobar unos Presupuestos, ni de presentarlos siquiera, así que lo que les queda es entretenerse en el Congreso recriminando al resto de sus señorías que usen la palabra mena, no sea que el votante medio caiga por sí mismo en la cuenta de que la inmigración ilegal (desde el mismo momento que es ilegal) supone un problema.

Inmigrantes en un piso de acogida tras cumplir la mayoría de edad.

Inmigrantes en un piso de acogida tras cumplir la mayoría de edad. EFE

Como cualquier cosa que sea ilegal, por otra parte: inmigración, pero también malversación, o eso de decir que vives en Portugal mientras amaneces en la Moncloa.

Y sería una cosa más en la larga lista de tropelías a la que nos hemos acostumbrado con vertiginosa docilidad en los últimos años, pero proscribir el idioma siempre es el inicio de una catástrofe peor.

Primero se pervierte el significado de las palabras para que signifiquen lo contrario, para que el idioma se vuelva manso, un instrumento burocrático más, y no algo vivo que por suerte tiene vida más allá de las instituciones y los mandatos.

Y cuando al fin se dan cuenta de que intentar pervertir el idioma es algo así como probar a desalar el mar, se intenta prohibir las palabras que molestan, como si censurándolas y recriminándolas se extirpase la idea que representan.

Y al ciudadano no le hierve la sangre porque se la han aguado desde hace años convirtiendo en pasatiempos lo más esencial de las escuelas: la filosofía, la lengua, el latín y cualquier cosa que pudiera formar un pensamiento mínimamente crítico en adultos funcionales.

Por eso ahora se creen ya con la autoridad y la legitimidad para podar el diccionario como les venga en gana. Mena, acrónimo de «menores no acompañados», resulta que es una palabra de fascistas que incita al odio. Una palabra lapa que puede volarlo todo por los aires si se agita.

Al PSOE y a Sumar, que de tolerantes tienen cada vez menos, con el idioma les ocurre como a otros con la minifalda, que yerran en el diagnóstico.

El problema no es la minifalda, como tampoco lo son las palabras que nombran con precisión quirúrgica en el idioma de Quevedo. El asunto está en su mente calenturienta, que cree que sin minifaldas y sin diputados que pronuncien la palabra mena se arreglan todos los problemas.