INOCENCIO F. ARIAS-El Mundo

El autor lamenta que Sánchez haya apartado al ministro de Exteriores enviándolo a Bruselas porque cree que a todas luces se trata de una cesión a los independentistas catalanes, que reclamaban su cabeza.

NO HACE FALTAser Platón ni Zidane para percibir que es mejor jugar en un equipo de Primera, con apariciones frecuentes en la Champions, que en Segunda división con mediocres posibilidades de ascender. Igual de obvia resulta la comparación entre ser ministro de Exteriores del Reino de España y ocupar uno de los más de 750 escaños del Parlamento Europeo. España es el quinto país en importancia de la Unión, el cuarto dentro de unos meses, y su canciller tiene mucho más peso en el mundo desde luego que un diputado en Estrasburgo. Borrell lo sabe –él no quería ser degradado–, y usted y yo también.

Se me dirá que lo de parlamentario era seguro, va de cabeza de lista, y lo de ministro problemático. Cierto, pero hasta cierto punto, dado el ansia con que Pedro Sánchez se abraza a cualquier grupo político aunque éste quiera cargarse la unidad de España, ciscarse en la Constitución y esté dispuesto a limpiarse literalmente el trasero con ella en las puertas del Palacio de la Zarzuela para que el Rey Felipe se entere de lo que vale un peine. Sánchez no rechistaría si su mantenimiento en La Moncloa depende de esos votos. El todavía presidente del Gobierno se limita a actuar evitando tener problemas con Cataluña (y así asistimos a desaires constantes al Rey y a las continuas desobediencias del Govern a los órganos del Estado).

Cabe preguntarse por las razones del despido florido del ministro con mejor imagen y puede que preparación del Gobierno actual. Hay varias teorías. Josep Borrell es listo y brillante, pero resulta aventurado decir que sólo él puede acrecentar enormemente el voto socialista para las europeas y, más aún, que va a servir mejor a España en Bruselas que en el Palacio de Santa Cruz. Como titular de Exteriores ha hecho una buena labor y era el más indicado, con diferencia, dentro de la mesnada socialista, para detener o diluir las asechanzas de los independentistas en su demonización de España en el exterior. Tema capital.

Borrell es un excelente polemista, habla bien varios idiomas y es un catalán que conoce la Historia, la economía y las añagazas y falacias de los separatistas; las ha desmontado profusamente en libros y entrevistas televisivas (hay una memorable con un desconcertado Oriol Junqueras). Su sucesor lo hará francamente peor en este terreno.

Muchos apuntan a que, pasado el momento de la necesidad de embellecer su Ejecutivo, Sánchez no estaba totalmente contento con su ministro. Los presidentes occidentales, dependiendo de sus aficiones y del empleo de su tiempo, escogen sus ministros de Exteriores o por su evidente competencia en esa materia o por lo contrario. Hay primeros ministros que quieren en esa cartera una figura semidecorativa, un discreto gestor que pastoree a los funcionarios de Exteriores pero que deje el protagonismo total en la arena internacional al propio presidente. Podríamos mencionar algún caso en nuestras latitudes.

El ejemplo más llamativo, sin embargo, es el del presidente estadounidense Richard Nixon, un político que, en sus ocho años de vicepresidente, desarrolló una clara afición por la política exterior y un más que razonable conocimiento de la misma. Ya al frente del país, quiso llevar él mismo esta materia y, habiéndose asegurado el fichaje de Kissinger como asesor de Seguridad Nacional, nombró después a William Rogers como secretario de Estado –ministro de Exteriores–, un fiscal general con Eisenhower que no tenía la menor experiencia en Exteriores. Nixon, según cuenta Robert Dallek, le dijo a Kissinger que era fantástico que Rogers no estuviera familiarizado con la política exterior porque eso garantizaba que el tema se quedaría en la Casa Blanca.

Rogers fue marginado de tal forma que, cuando Nixon hizo su histórico viaje a China, Kissinger asistió a la entrevista con Mao y Rogers se quedó fuera sin saber que se estaba celebrando.

El brillo de Kissinger, que descabalgaría a Rogers, empezó a irritar al presidente, por más que le adulara de forma constante: «Puede usted pasar a la Historia como la persona que ha hecho la mayor revolución conocida en política exterior», le decía. Kissinger también tenía su ego, que en ocasiones cabalgaba, y el rumor de que era a él a quien le correspondía la iniciativa de reanudar relaciones bilaterales de EEUU con China sacaba de quicio al presidente. Kissinger concedió una entrevista a Oriana Fallaci («la conversación más desastrosa de mi vida con un periodista») que la italiana grabó, por lo que hacía inviable cualquier desmentido. Insinuaba lo de China y decía que él «siempre había actuado solo, que los americanos aman al cowboy que conduce solo la caravana». El presidente diría a un almirante: «Voy a cesar a ese hijo de puta». Kissinger trató de camuflarse y se esforzaría infructuosamente por no aparecer en la portada del Time que los colocaba a él y a Nixon como hombres del año. Los celos del jefe continuaban.

No es fácil saber si Sánchez tiene o sabe que acabará teniendo resquemores parecidos hacia Borrell. No es descartable porque debe percatarse, por ejemplo, de que en una futura coalición con Ciudadanos, el catalán sería más comprable que Sánchez no sólo por Rivera sino por muchos españoles que detestan la deriva catalanista. Y aún no lo hemos visto todo del presidente.

A esto tenemos que añadir algo quizá más sustancial: la cabeza de Borrell, su alejamiento, ha sido pedida reiteradamente por los aliados de la coalición Frankenstein del doctor Sánchez. Algunos con firmeza como Podemos y otros como los separatistas catalanes con ansias redobladas. Un político que, aunque ya Pujol le espetara «usted habrá nacido aquí pero no es catalán», resulta que es tan de su tierra como el más furibundo independentista y que, frente a ellos, y en el exterior, demuestra un temple y unos conocimientos que les perjudican. Vemos que Sánchez está dispuesto a abonar el precio que exigían los independentistas. Indalecio Prieto, González, Guerra, Rubalcaba… no; pero Sánchez es así de rumboso con nuestros intereses y nuestros sentimientos.

Inocencio F. Arias es diplomático y escritor.