A Borrell lo pusieron entre la espada y la pared. Se le reprochó en un pleno del Parlamento Europeo que hubiera hecho aquel viaje a un país enemistado con Bruselas por la toma rusa de Crimea en 2014 y la persecución por parte de Vladímir Putin a sus adversarios políticos. El envenenamiento de Aléksei Navalni fue el episodio más infame de aquello.
Lavrov, que está haciendo méritos para comparecer con su jefe en el Nuremberg de su delirio ucraniano, afeó aquella vez la incursión del español en el barro del tirano y lo humilló públicamente. Borrell se la guardó. Y ahora se ha cobrado la revancha con intereses a Putin y a su ministro lacayo durante la invasión sanguinaria de Ucrania.
La felonía rusa y su desprecio por elementales principios humanitarios no podrán ser olvidados jamás. Tampoco el bombardeo a la población civil, que ya estudia el Tribunal de La Haya por si fuera constitutivo de un nuevo caso Milosevic/Karadzic. Mucho menos el desafío matonil del exagente de la KGB al mundo con sus fuerzas disuasorias nucleares, en posición de combate desde el 28 de febrero.
Borrell tampoco dudó en coger el megáfono cuando el procés puso en riesgo la estabilidad democrática de España. El astuto político español se la está jugando bravamente en esta crisis, cuando vivimos horas críticas ante el riesgo de una III Guerra Mundial, que sería nuclear. Sabe muy bien que figura en la lista negra del vengativo Putin.
Borrell, con casi 75 años, es el sabio de esta guerra. Patentó el concepto de una Europa geopolítica que hable «el lenguaje del poder» en su aplaudido discurso del 1 de marzo en el Parlamento Europeo (aunque cedió elegantemente esa paternidad a Ursula von der Leyen y Charles Michel).
En marzo del año pasado, Lavrov expulsó a diplomáticos europeos en un feo gesto. Quienes pidieron la dimisión de Borrell en la Eurocámara por prestarse a aquella encerrona, ahora lo encumbran. Han tenido que reconocer que llevaba razón cuando se estrenó como Alto Representante en 2019 pidiendo que Europa elevara el tono y se adaptara al cariz convulso de este siglo.
Borrell fue a Moscú a velar por la seguridad del opositor Navalni ante los intentos de Putin por quitárselo de en medio. Ahora, le ha recordado al invasor ruso lo que ya le dijera en 2007: «Europa no va a cambiar derechos humanos por gas».
Esta UE ya es otra. Ha desenfundado las armas para socorrer a Kiev. Se ha dotado de una Brújula Estratégica y ha desplegado un arsenal de sanciones nunca visto. Es la Europa que profetizó Borrell. El exministro español de Exteriores. El excandidato a presidente del PSOE desbancado en la operación Almunia. Aquel secretario de Estado de Hacienda al que conocí hace más de treinta años, cuando viajó a Canarias para apaciguar la guerra del descreste arancelario del expresidente del Gobierno de Canarias Lorenzo Olarte.
Un día, en el Hotel Mencey de Santa Cruz de Tenerife, me hicieron un gesto con la mano y me invitaron a desayunar. Era un político decapitado, sin cargos ni crédito en el PSOE. Aquel encuentro me enseñó que no siempre un hombre en horas bajas es un hombre muerto. Borrell no, desde luego.