FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / Dir. Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 22/04/13
«Contra quienes rompieron la alegría de una tersa mañana primaveral, el significado de la vida sigue estando en manos de los pacíficos, en manos de los justos, en manos de los hijos de esta tierra atormentada por la violencia del terrorismo y por la inmundicia de quienes tratan de legitimarlo.
Es un paisaje que nos resulta familiar, porque los finales del siglo XX y los comienzos del XXI lo han construido en nuestro propio mundo, en el que la civilización se creía a salvo, contemplando cómo la barbarie apagaba su sed enloquecida siempre lejos, siempre en otra parte, siempre en otro tiempo. Las imágenes transportan su acostumbrada provisión de espanto: los gritos anchos de la cólera, los lamentos absortos y encogidos del dolor, las voces aturdidas, los pasos vacilantes, la expresión descompuesta de los rostros, las manos abiertas, tendidas hacia ninguna parte, hacia ese lugar inexistente en donde debería hallarse la razón.
Seguramente, ese el escenario que complace al terrorista, quizás en ello resida la causa última de sus actos. Es la impresión de haber clausurado la vida, de haber truncado un mediodía espléndido, bajo un cielo completo y una luz absoluta, cuando hombres, mujeres, niños y ancianos disfrutaban del paraíso de la normalidad en un día de fiesta. Lo que impulsa a los terroristas es esa condición de interruptor que tiene su desquiciada voluntad de poder. Para ellos, nunca se trata de crear nada, sino de abolirlo. Sus actos nunca tienen la excitación vivaz de los comienzos, sino el impulso fúnebre de las agonías. Lo que satisface su delirante ansiedad no es la pretendida causa por la que dicen luchar, sino ese momento breve de placer enfermizo en el que cumplen sus fantasías de dominio, en que se adueñan por completo de unas vidas cuya inocencia y honestidad tanto detestan. Qué superiores, qué asquerosamente sobrehumanos deben de sentirse justo en ese momento en que sólo ellos saben que todo está a punto de desmoronarse. ¿Qué importan las ideas, las utopías, los proyectos revolucionarios, los pueblos oprimidos, la injusticia del mundo, cuando de lo que se trata es del éxtasis infecto que proporciona ese conocimiento del mal que está a punto de irrumpir, codiciosamente, para destrozar la vida en un solo segundo?
«Una radiante mañana estival…». James H. Chase iniciaba así una de las novelas más perturbadoras del género negro, porque la crueldad destacaba al dejarse caer en la plenitud dichosa de un día soleado, tranquilo, indefenso, prometedor. Hasta que llegó el crimen, la existencia era alegre y confiada. La gente se agolpaba en las aceras, excitada por la competición de una carrera centenaria. Las personas sentían su vecindad tumultuosa y feliz, su íntima pertenencia a un mundo suave, bondadoso, donde hombres y mujeres se reúnen para trabajar, para resolver sus problemas en los tiempos difíciles, para disfrutar del asueto ganado con esfuerzo, para sentirse legítimos dueños de una existencia cuyo rumbo se les ha prometido poseer. Era un día especial. Debería haber sido un día recordado con afecto, un día cuya emoción fuera celebrada al declinar la luz, un día de memoria perfecta.
Pero una radiante mañana primaveral estalló de pronto, en todas partes. Quedó en suspenso, aletargada, como si alguien hubiera apagado la luz y la vida tuviera que orientarse a tientas. El placer del terrorista se hizo carne y habitó entre nosotros. Se hizo carne, desde luego. Carne deshecha, sangre volcada en el asfalto gris, hueso talado a golpes de metralla. La vida sonó solo a un animal herido. Las risas, los gritos de ánimo, el resuello fatigado de los corredores, quedaron en silencio un momento después de la explosión. De pronto, y es eso lo que deleita a los canallas, es eso lo que colma el deseo de los malditos, todo era perplejidad, asombro, estupefacción. Luego, sólo unos segundos más tarde, como si tras la repentina oscuridad se hubiera hecho la luz en el infierno, allí estaba la vida expuesta, allí estaba la vida yaciendo, allí estaba la vida hecha pedazos. El terrorista palpita en las escenas en las que cree haber arrebatado la dignidad a sus víctimas. Cree que su superioridad consiste en dañar, en causar sufrimiento, en poner de rodillas no sólo a quienes mata o hiere, sino a quienes, ante el espanto, nos sentimos vulnerables, inseguros, seres que no sólo estamos destinados a morir, sino que tenemos la desdicha de saberlo.
Para los terroristas, el momento del triunfo es ese instante en que llegamos a pensar que dependemos de su voluntad, que nuestra vida no es un don precioso, sino un cuerpo almacenado en la siniestra casa de empeños de sus enfermizas utopías. Necesitan de nuestro horror y de nuestra solidaridad, se alimentan de nuestro miedo y de nuestra compasión. Saben que, por fortuna para nuestro destino de hombres, todas sus víctimas son parte de nosotros mismos. Los muy estúpidos, los muy miserables, creen que esa es nuestra debilidad. No pueden comprendernos. Porque, en efecto, la sangre dispersada en una calle de Boston es la nuestra también, como lo es el aire desfigurado por el humo, el sabor a metal sucio en la saliva, el hedor del miedo y de la ira en la ropa de quienes sólo por casualidad se reconocen vivos. Nuestro es el reino del horror que los terroristas nos han servido. Nuestro, nunca de ellos. Nuestra es la integridad de quienes nunca vendieron su alma a la épica de las causas innobles, pero cayeron en un sacrificio que no buscaron. Nuestro es el cuerpo que yace en la infamia de su descomposición. Nuestra es la desesperación por esa vida por vivir ya exterminada. Nuestro es el dolor atroz de la pérdida de sus familiares y amigos. Nuestra es la compasión y nuestra es la venganza.
Los terroristas querrían burlarnos la moral haciéndonos sentir el perverso alivio de la lejanía o el mezquino consuelo de los supervivientes. Esperan que, a partir de esa contemplación de la tragedia, nos comportemos como criaturas en perpetua provisionalidad, seres casuales que nunca más conseguirán recuperar la plenitud de su existencia. Esperan que agradezcamos temblorosamente no haber estado ahí. Siempre han creído que con actos de tan inaudita crueldad nos advertían, que el dolor indecible ante la masacre nos reducía el valor, nos rebozaba el carácter. Nuestro miedo a morir procede de nuestra conciencia y de nuestro destino de hombres. También lo son nuestras ilusiones. Y no dejaremos que ni nuestro temor ni nuestra esperanza dependan de su estrategia criminal. Los terroristas no sólo aspiran a matar. Pretenden originar un modo de vida, en el que sólo ellos dispondrán de su condición de personas libres, mientras los demás habremos de soportar una mediocre esclavitud que nos arrebata aquello que se nos proporcionó en el principio de nuestra civilización, estar dotados de una dignidad irrevocable.
Cuando contemplamos, aterrados, la nueva escena del crimen, es sólo una indomable voluntad de vivir la que nos llena. Las víctimas de una muerte inútil, caprichosa, repugnantemente planificada, levantan su estatura moral sobre nuestro tiempo. Contra los mensajeros del miedo, contra quienes rompieron la alegría de una tersa mañana primaveral, el significado de la vida sigue estando en manos de los pacíficos, en manos de los justos, en manos de los hijos de esta tierra atormentada por la violencia del terrorismo y por la inmundicia de quienes tratan de legitimarlo.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / Dir. Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 22/04/13