JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

La inaudita rapidez con que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias han alcanzado, en nombre de sus respectivos partidos, un «preacuerdo para un Gobierno progresista de coalición», además de causar sorpresa, invita al cachondeo. Sólo habría faltado, para darle una fatua solemnidad al asunto, que hubieran recurrido a la pedante expresión inglesa a que ya estábamos acostumbrados a raíz, creo, de las negociaciones del Brexit: ‘Memorandum of Understanding’. Me libraré, con todo, de recurrir a bromas facilonas como el viaje y las alforjas u otras de parecida inoportunidad. La gravedad del momento exige reciprocidad y, por lo que a mí toca, trataré de responder con inmerecida seriedad.

No resulta, en cualquier caso, fácil de explicar por qué quienes se tomaron cinco meses, tras las elecciones del 28 de abril, para llegar a un desacuerdo hayan logrado en menos de cuarenta y ocho horas alcanzar tan transcendental entendimiento. Como suele ocurrir con todas las prisas, no parece ser más que el miedo la causa de la actual. Pienso, en efecto, que el temor a las presiones que le iban a caer encima al presidente en funciones es lo que ha precipitado el paso. Se cernían sobre él las llamadas privadas y las declaraciones públicas de los ‘influencers’ sociales -banca, empresa y medios de comunicación afines- que abogarían por otro acuerdo más acorde con sus intereses o sus planteamientos políticos. Acelerar al máximo el tiempo y dar el acuerdo por zanjado era el modo de evitarlo. Es lo que tienen los hechos consumados.

Pero, si la rapidez enerva las presiones, queda aún por explicar cómo y por qué quienes debían estar lamiéndose las heridas por la derrota electoral sufrida -sobrepasan el millón los votos perdidos por ambos partidos- se apresuran a cerrarlas en tan pocas horas. Habrán pensado, sin decirlo, que la pérdida de votos es el castigo por su anterior pecado de pereza y que el mejor modo de repararlo es este veloz, aunque aún tardío, arrepentimiento. Con todo, aunque se acallen las críticas de los recalcitrantes dentro de las respectivas organizaciones, no podrá ocultarse al gran público la obscenidad de haberle otorgado al duelo tan breve tiempo de desahogo. Mal asunto, porque el duelo, cuando se ahoga de modo brusco y prematuro, deja en el alma estreses postraumáticos de muy difícil curación. Tiempo al tiempo.

Sobre el preacuerdo en sí nada que merezca ser dicho. «Progresista» es el adjetivo talismán que lo consagra ante los suyos. Una ristra de intenciones, buenas, por supuesto, que habrán de aprobarse, en su gran mayoría, mediante leyes del Congreso. Y ahí surge el problema. Es de temer que la sorpresa que en la gente ha causado la inaudita rapidez del acuerdo se habrá mutado en malestar para alguno de los partidos llamados a apoyarlo. Cuántos y quiénes serán andamos ya todos contándolos con los dedos de ambas manos, pues una no basta. ¿Serán suficientes? ¿No será el apoyo de algunos estorbo en vez de ayuda? ¿Querrán todos retratarse juntos? Preguntas que el tiempo que ahora han ahorrado deberán consumirlo más tarde en buscarles respuesta. De todos modos, quienes ayer se fundieron en tan tierno abrazo que quedará, para su honor o su vergüenza, en los anales de la historia, se creerán eximidos de ulteriores responsabilidades. ¡Que les quiten lo bailado! Ellos han cumplido; toca ahora a los demás cargar con las suyas. Se les veía en la cara su contento. Sólo los resentidos creyeron ver, por debajo, su desfachatez encubierta.