ABC 09/08/15
IGNACIO CAMACHO
· Todo proyecto tercerista parece acabar igual en Andalucía: atrapado por el campo magnético de un régimen abrasivo
ACASO más por aburrimiento que por honestidad, la nomenclatura oficial andaluza decidió hace unos años suprimir el anual homenaje agosteño a Blas Infante. Cansados de su propio paripé, los dirigentes del régimen autonómico cancelaron un simulacro de cortesía histórica en el que jamás creyeron porque el PSOE no reconoce otra paternidad andalucista que la de su longevo liderazgo como partidoguía. Su poder hegemónico, su latifundismo institucional, es el verdadero hecho diferencial y hasta fundacional de una autonomía en la que ya ni siquiera les interesa admitir referencias de legitimidad remota. Con el PA al borde de la disolución solicitada por sus antiguos dirigentes, el asesinato de Infante sólo lo conmemoran ya sus herederos familiares y algunos nostálgicos legatarios más morales e intelectuales que políticos. Eso es lo que queda del andalucismo: una vaga memoria de un ideal desajustado al tiempo y a las oportunidades.
La reciente petición de bajar la persiana hecha por Alejandro Rojas-Marcos y otros veteranos patasnegras ha sido el responso funerario del partido que quiso articular en Andalucía un cierto nacionalismo burgués y reivindicativo. Ellos lo levantaron, en pos de una réplica meridional del pujolismo, y ellos lo hundieron con una errática estrategia de alianzas que acabó asimilando el clientelismo socialista. Nunca hubo un verdadero andalucismo identitario más allá del sentimiento de agravio comparativo; el PA era en realidad una fuerza tercerista, una intentona –siempre condicionada por la brillante, discutida e intensa personalidad de su líder– de abrir una vía al margen de la estructura binaria del sistema español. Su incuestionable contribución a la autonomía de primer nivel fue opacada por la maquinaria propagandística de un PSOE que le arrebató las banderas para instalarse con ellas en el poder y luego arrumbarlas. Cansado de vagar por el desierto de una marginalidad minoritaria y ruinosa, Alejandro decidió alquilar sus votos como bisagra. Estabilizó a Chaves en la Junta y gobernó él mismo en Sevilla con el PP. El pragmatismo tampoco funcionó y acabó diluido en el paisaje del bipartidismo, apuntillado por el recelo que el proceso soberanista catalán extendió sobre cualquier contexto nacionalista. Hoy todo aquello es sólo un recuerdo de una aspiración malograda, con sus mejores cabezas jubiladas y Pedro Pacheco purgando errores espesos y municipales en la cárcel.