Vicente de la Quintana, Secretario General de la Fundación para la Libertad, 13/6/11
La Fundación para la Libertad da la réplica al artículo de Brian Currin en Le Monde Diplomatique
Este mes de junio Le monde diplomatique publica un artículo firmado por Brian Currin. En su edición en español lleva por título “Elegir la paz en el País Vasco”. Recoge las conocidas tesis del “experto en resolución de conflictos” sudafricano.
Una primera lectura irrita, una segunda hastía. A la tercera se abre paso una sospecha: ¿no estaremos ante un texto de ficción? ¿No será Currin un personaje heterónimo? ¿Cabe una explicación distinta que dé cuenta del alto grado de indignidad que esos renglones alcanzan? Contemplemos esta hipótesis: Brian Currin como protagonista de un relato breve perpetrado por un mediocre imitador del Borges que en 1935 publicó su ya clásica “Historia universal de la infamia”.
Existe un aire de familia entre los apócrifos de la edición de 1935: el atroz redentor Lazarus Morell; el impostor inverosímil Tom Castro; la viuda Ching, pirata; el proveedor de iniquidades Monk Eastman; el asesino desinteresado Bill Harrigan; el incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké; el tintorero enmascarado Hákim de Merv y, en la secuela de 2011, el mediador demediado Brian Currin.
Los reparos que opongo a la eficacia del relato no derivan de la impresión real de infamia que logra trasladar al ánimo del lector, sino de su falta de verosimilitud, ingrediente indispensable; su ausencia desbarata la tramoya de la ficción liquidando la apariencia ilusoria que la sostiene.
Detallaré lo inverosímil del argumento.
El protagonista, Currin, se presenta como mediador en un “conflicto” que él mismo describe en los términos exactos en que lo hace una de las partes implicadas. Extraño mediador.
Pronto el lector descubre el verdadero propósito de Currin: avalar el objetivo último por el que una banda terrorista (que denomina constantemente “organización clandestina”) asesinó a 858 personas.
Intenta conseguirlo recurriendo a un procedimiento sumario, torpe, pero que juzga efectivo: erigirse en árbitro para, acto seguido, enumerar con detalle todas y cada una de las justificaciones de la violencia que pretende “pacificar”.
Así, cree asombroso que se considere a ETA una “banda criminal y terrorista”. Estima “desconcertante” y “vana” la estrategia antiterrorista que consistía en poner fuera de la ley a su brazo político: “una izquierda abertzale – dice, exagerando la nota cínica- que no condena explícitamente la violencia de ETA”. Asume, acríticamente, la visión que presenta la Constitución de 1978 como “posfranquista” y “conculcadora de los derechos sociales, civiles y políticos del pueblo vasco, particularmente el de autodeterminación” y reclama una solución negociada que contemple la voladura de tan oprobioso marco jurídico. Como se ve, incurre en plagio. ( vid. A. Otegi, “Obras Completas”; ediciones Zutabe)
Opone en un plano de equivalencia moral dos violencias simétricamente enfrentadas en una situación que califica de “guerra prolongada” y postula un “proceso” que culmine en una “democracia global en el País Vasco”. En ella participaría “el conjunto de los nacionalistas favorables a la autodeterminación” quienes, afirma, no han podido hacerlo hasta ahora.
En el desconcertante y vano País Vasco dibujado por Currin el Plan Ibarretxe, el Pacto de Lizarra, el PNV, EA, Aralar, Elkarri, Lokarri y Herria Eliza 2000 no han existido nunca. Los “nacionalistas favorables a la autodeterminación” han sido siempre “clandestinos”.
En la desconcertante y vana España de Currin no existe democracia plena. Ni existirá, hasta que no incorpore a su sistema político los elementos que desde posiciones antidemocráticas trabajan para destruirla.
En una desconcertante y vana ecuación, democracia plena y plena idiotez suicida equivalen.
A partir de aquí, los acontecimientos se precipitan y la narración se hace confusa: Currin, al frente de un equipo “mediador” que atiende por G.I.C. (“Grupo de Irresponsables Caraduras”) obtiene con denodado esfuerzo un generoso “alto el fuego” decretado por la “organización clandestina”. Lo adorna una ristra de adjetivos sumamente esperanzadores (para la “organización”).
Poco después, el grupo interviene para que la “izquierda-abertzale-que-no-condena-explícitamente-la-violencia-de-ETA” se persuada de la alta rentabilidad que obtendría con poco esfuerzo gracias a una estrategia de maquillaje y desdoblamiento. Cuela el fraude de ley y la legalización “in extremis” de una de las marcas abre un “horizonte de paz” con precio político, beneficio electoral y con la “organización clandestina” sin disolver, por si las moscas.
Hay trechos en la descripción del proceso en los que el pulso narrativo desmaya y se cae en lamentables lapsus: “La organización clandestina (…) ha visto que Sortu se imponía y que se aliaba con otros partidos nacionalistas que hasta ese momento habían rechazado a Batasuna”. La confusión entre los entes “Bildu”, “Sortu” y “Batasuna” es notoria y constante en las últimas líneas. Disculpémosla en gracia a la bisoñez del autor.
Un solo párrafo concentra el desenlace:
“En efecto, aunque la organización clandestina renuncie definitivamente a la violencia y deje las armas, puede temerse que el Gobierno español entre en punto muerto sobre los aspectos políticos del conflicto, para proclamar su victoria en la lucha contra el ‘terrorismo’. La constitución del GIC está dirigida, en parte, a impedirlo.”
Aquí la infamia aniquila su presencia verosímil en el retrato moral del protagonista por su mismo exceso.
Bastaba la repugnante equidistancia entre legitimidad democrática y terrorismo.
Bastaba la resignación cómplice que da por buena la narrativa exculpatoria de cientos de asesinatos.
Bastaba la voluntaria deformación de medio siglo de historia.
Bastaba arrogarse la cualidad de pacificador mientras se blandían los argumentos de los verdugos.
Bastaba escribir escupiendo sobre el dolor de las víctimas afectando ecuanimidad.
Bastaba con todo eso para retratar a un infame. Ir más allá, implicarse activamente en la tarea de lograr los propósitos por los que 858 personas fueron asesinadas y justificar cada uno de esos crímenes en la memoria colectiva hacen de Currin un personaje inverosímil, fantasmático.
¿Quién, en el mundo real, podría creer en la existencia de Brian Currin?
Vicente de la Quintana, Secretario General de la Fundación para la Libertad, 13/6/11
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Ver también:
– Currin afirma que «ETA no tiene otra elección que seguir a Sortu»