EL CORREO – 23/11/14
· La principal preocupación que existe en la UE atañe a la economía, a las turbulencias que pueden sacudir una España al alza y su efecto contagio al resto de potencias.
· No». Sonó rotundo, seco, convincente. ¿Cataluña será algún día independiente dentro de la Unión Europea? «No». ¿Y el País Vasco? «Tampoco. ¡Es que ni siquiera España lo es!
Hablar de independencia a estas alturas es ignorar que el concepto de soberanía nacional es muy viejo, que ya no es válido en el siglo XXI». Joaquín Almunia, uno de los políticos españoles más conocidos a nivel internacional, puede pecar de muchas cosas, pero no titubea. Y menos, cuando sabe perfectamente de lo que habla. «No». Así lo confesó en una reciente entrevista concedida en exclusiva EL CORREO dos semanas antes de abandonar Bruselas, antes de decir adiós a más de una década como comisario y vicepresidente de la Comisión Europa. Sabía lo que decía. Él estaba dentro, ahí, en la cocina, donde se analizan y se toman las decisiones. Él formaba parte del aparato comunitario. Y preguntado sobre Cataluña, Almunia dijo «no». ¿Pero qué opina ese magma institucional llamado Bruselas de todo lo que está sucediendo en España, en Cataluña?
La versión oficial, ya muy manida y reiterada después del sucedáneo
de consulta del 9-N, asegura que «no es el papel de la Comisión expresar una opinión sobre cuestiones de organización interna que tienen que ver con el orden constitucional de los Estados miembros». Han sido numerosas las preguntas realizadas, pero la respuesta de Margaritis Schinas, portavoz del nuevo presidente comunitario, Jean-Claude Juncker, es siempre la misma. «No comment. El asunto es español y por lo tanto, que lo solucionen los españoles», resume el mantra bruselense, el mismo que viene repitiéndose desde que el conflicto catalán estalló en mil pedazos durante el segundo mandato del expresidente José Manuel Durao Barroso.
Y de esta afirmación, como ha comprobado este periódico, jamás van a sacar a ningún alto cargo comunitario ni a sus portavoces. «Hoy no toca», como diría el molt honorable Jordi Pujol. Ni toca… Ni tocará. «Este asunto ni ha estado ni estará en la agenda de la Comisión. El asunto compete a España y a su ordenamiento constitucional», asegura el nuevo comisario europeo de Clima y Energía, el exministro Miguel Arias Cañete.
Pero en Bruselas existe cierta preocupación. Contenida, no exagerada, pero la hay. «Existir, existe, no está en el centro de las grandes preocupaciones. Somos 507 millones de habitantes. Aquí preocupan muchas cosas. La expansión de los populismos, de los radicalismos, el conflicto de Ucrania, la amenaza yihadista… Y la crisis. La amenaza de la tercera recesión, el estancamiento económico… En Europa tenemos 24 millones de personas que quieren trabajar y no pueden hacerlo. Esta sí es una preocupación», asegura un alto cargo político comunitario.
El abismo se llamaba Escocia
He aquí la clave. Porque si en algo preocupa la deriva catalana no es en lo político o en lo institucional, sino en lo económico, en las cosas del comer. «Las cifras son las que son. Ni España es Estonia ni Cataluña es Extremadura», explican de forma telegráfica fuentes comunitarias. La comunidad autónoma que lidera Artur Mas no sólo es la más relevante del país en términos de PIB (unos 195.000 millones), sino que registra un volumen de generación de riqueza anual sólo superado por ocho (Alemania, Francia, Italia, España, Holanda, Bélgica, Austria y Finlandia) de los dieciocho países de la Eurozona.
La esencia de la preocupación catalana en Bruselas es económica. Hasta ahí. En eso que ahora se llama ‘efecto contagio’, un fenómeno que dada la fragilidad de la recuperación hace que las turbulencias de un país se contagien al resto de socios. No hay que olvidar que España ha logrado adquirir una inesperada y loada velocidad de crucero que la han convertido en la potencia de la moneda única que más crece y más crecerá en 2015 y 2016, por encima incluso de Alemania y a mucha distancia de Francia e Italia. Ahora, el Tesoro se financia al menor coste de su historia (tiene 826.000 millones de deuda en circulación a un tipo medio del 3,52%). De vagón de cola se ha convertido en una suerte de locomotora comunitaria, de ahí que la UE tema que puede descarrilar a su paso por las temidas curvas del siempre complejo trazado catalán. De hecho, ya son varios los fondos de inversión internacionales que han advertido de la incertidumbre. También la Comisión, pero a su particular manera. «Es un grave problema político, pero no voy a comentar su influencia en la economía», deslizó el nuevo comisario de Asuntos Económicos, el francés Pierre Moscovici. La orden es muy clara: «No comment».
Desde España, sin embargo, niegan posibles turbulencias y llaman a la calma. «Los mercados están tranquilos porque se dejan guiar por hipótesis racionales», aseguró el ministro de Economía, Luis de Guindos, hace unos días en Bruselas, donde participó en el Eurogrupo y el Ecofin (los consejos de ministros financieros de la Eurozona y la UE, respectivamente). Un influyente centro de poder donde al ministro, sus colegas «nunca» le han preguntado por la cuestión catalana, aseguran fuentes gubernamentales de toda solvencia.
Existen sensaciones contrapuestas. Porque si Cataluña se ha beneficiado de la debilidad de un país, España, sumida en la peor crisis del último siglo para pisar a fondo el acelerador soberanista, esa misma crisis recuerda que éste no era el mejor momento para actuar, como han reiterado estos dos años altos cargos políticos de todas las nacionalidades.
En lo teórico, el asunto va mucho más allá. Porque en lo referido a la arquitectura institucional de la UE, el temor, el miedo al abismo, se llamaba referéndum de Escocia y «por suerte» se superó el ‘match ball’. Ganó el no. «No fue hasta agosto cuando llegaron los nervios. En Bruselas los había, por supuesto, pero sobre todo en el Reino Unido. Fue cuando se percataron de lo mucho que estaba en riesgo», confiesa Almunia, quien duda mucho que Escocia, en caso de haber salido el ‘sí’, hubiera formado parte de la UE de forma automática. Este es el gran problema. Quedarse fuera de todo, en el limbo jurídico.
Un selecto club de 28
La respuesta comunitaria es muy clara e inamovible: «Si parte del territorio de un Estado miembro deja de ser parte de este Estado porque se convierte en un nuevo Estado independiente, los Tratados dejarían de aplicarse a ese territorio. En otras palabras, un nuevo Estado independiente se convertiría en un país tercero respecto a la UE». Y en este hipotético caso deberían ponerse a la cola de quienes han llamado a su puerta: Albania, Macedonia, Montenegro, Islandia, Serbia, Turquía… Todo lo que se hable más allá de esta afirmación es política ficción.
Porque Europa, no hay que olvidarlo, no deja de ser un selecto club de 28 socios organizados en torno al Consejo Europeo, poderoso y muy solidario entre sí, que funciona bajo estrictas reglas, como las relativas a su posible ampliación. Cada país, ya sea Alemania o Malta, tiene capacidad de veto sobre la adhesión de un posible candidato. Dicho de otra manera, Cataluña, sin el plácet de España, jamás entrará en la UE a no ser que se cambien los Tratados. Angela Merkel, François Hollande, Matteo Renzi o el propio David Cameron, que impulso el referéndum legal en Escocia, avalan a Mariano Rajoy. «Lo que él haga, bien hecho estará. Hay que respetar la Constitución», coinciden. El club es el club.
EL CORREO – 23/11/14