Carlos Granés-ABC

  • Podrá hacerse elegir las veces que quiera. El camino lo tiene despejado: controla las tres ramas del poder y todo el campo político

Resultó que el antiglobalismo era eso: un joven presidente que había bromeado con la idea de ser el dictador más ‘cool’ del mundo, criticando en la ONU el universalismo moral y los organismos internacionales, y luego explicándoles a sus seguidores por qué las recetas políticas que servían en Europa resultaban inútiles, medicina mala, cuando se aplicaban en El Salvador. Aquel presidente se enorgulleció de haber rechazado cualquier tipo de supervisión internacional, cualquier parámetro democrático global, cualquier definición de democracia que viniera del mundo desarrollado o cualquier vara moral forjada en Occidente. Nayib Bukele reclamaba para su país el derecho a buscar sus propias soluciones y de aplicarlas a su manera, independientemente de lo que pudieran pensar los liberales cosmopolitas. El único médico que tenía soluciones para El Salvador, dijo el día de su segunda posesión, era él. Los tecnócratas extranjeros que venían a decirles cómo solucionar sus problemas no pasaban de ser unos curanderos que no entendían El Salvador, y cuyas pócimas no servían de nada. La única medicina que funcionaba, así fuera amarga, era la que él le había administrado a su patria.

Hoy, después de que la Asamblea Legislativa salvadoreña modificara cinco artículos de la Constitución que impedían la reelección presidencial indefinida, sabemos que esa medicina no solo era amarga sino prolongada. Gracias a esta jugada, que viene a cerrar el ciclo del caudillismo latinoamericano que empieza ignorando las líneas rojas de los organismos internacionales y termina aniquilando la democracia, Bukele podrá hacerse elegir las veces que quiera. El camino lo tiene despejado: controla las tres ramas del poder, los recursos del Estado y todo el campo político. Esa fue la medicina amarga con la que acabó con las pandillas, y cuya aplicación demandó deshacerse de toda la experiencia democrática occidental, de todas sus consideraciones por los derechos humanos y el debido proceso, por el ‘habeas corpus’, la independencia judicial y la libertad de prensa. Y, por supuesto, de todas las instituciones que, como Human Rights Watch o la ONG Cristosal, trataron de fiscalizar su acción de gobierno. Para ellos Bukele también tenía medicina amarga: una Ley de Agentes Extranjeros que autoriza el acoso fiscal y político a cualquier funcionario de instituciones globalistas que vaya a El Salvador a denunciar los abusos antidemocráticos.

De manera que sí, eso era el antiglobalismo: un recurso a la soberanía y a los modos propios de hacer las cosas, que se desentiende de todos los parámetros internacionales, del conocimiento y de la experiencia acumulada por Occidente en asuntos morales y democráticos, para reproducir la más persistente tradición latinoamericana. La del dictador alucinado que sale al balcón con trajes napoleónicos reclamando respeto a su soberanía y a su identidad cultural.