Bulevar de los sueños rotos

EL MUNDO 05/12/16
SANTIAGO GONZÁLEZ

CUANDO los restos de Javier de Landaburu, vicelehendakari en el exilio, volvieron de Francia, Luis María Retolaza, consejero de Interior, dijo en plan sentencioso: «Ay, Xabier, Xabier, te escapaste en un maletero y vuelves en un cajón». He recordado la anécdota al ver en la tele el cajoncito en el que viajaron las cenizas de Castro desde la plaza de la Revolución de La Habana hasta la plaza de la Revolución de Santiago, donde el coche fúnebre llegó roto y empujado por la soldadesca el sábado y recibió la despedida de los cubanos. Una metáfora de la Revolución. Luego, ya el entierro no pudo ser, porque en el cementerio de Santa Ifigenia no se dejó entrar al público ni a la prensa. Toda la Cuba castrista es un bulevar de sueños rotos y de heroísmos fingidos que caben en la melancolía del cuadro de Helnwein.

Antes, las cenizas habían pasado por el cuartel Moncada, donde empezó todo el día de Santiago de 1953. Yo, un adepto de la Revolución a la que quise tanto, seguí hace 25 años la ruta de Fidel, de la Granjita Siboney, donde lo prepararon, hasta el cuartel en cuyo asalto fracasaron. Nuestro guía, un negro llamado Arteta, era, según confesión propia, uno de esos ingenieros que en estos días hemos visto a centenares, proclamando su gratitud a Castro. Había tenido mucha suerte, también según confesión propia, por tener un trabajo de guía que le permitía el contacto con el turismo (y con el dólar). Uno, que nunca ha tenido a la Universidad española muy sobrevalorada, se admiraba ante la épica del ingeniero: «Acá en Cuba tenemos el clima que conviene a las necesidades del pueblo. Por eso, el 60% de los trabajadores son mujeres».

Y en este plan. En la Granjita Siboney, después de admirar el pozo de las armas y mirando los picotazos de bala en la fachada, pregunté a aquel buen hombre cómo podía ser: «de aquí salieron la noche de Santiago y ya no pudieron volver. En el asalto al cuartel Moncada murieron 70 y los otros 30 fueron hechos prisioneros. Aquí no hubo balasera». «Bueno», me respondió aquel genio, «esto se hizo así para la mejor comprensión de los turistas».

Toda la Revolución es una farsa acabada. Hasta llegar al Moncada, había encontrado su nombre por todas partes: campamento de pioneros Cuartel Moncada, contingente de trabajadores Cuartel Moncada, así hasta llegar al cuartel Moncada propiamente dicho, que se llama Escuelas 26 de julio. En un viaje posterior le pregunté a un amigo cubano al que pedí que me llevara hasta la embajada del Perú en La Habana, donde empezó la aventura del Mariel. «Es por borrar las pistas», me dijo irónico. En los 15 años siguientes había cambiado dos veces de uso. Cuando yo la visité era el Museo del Pueblo en Armas Combatiente.

Cuando uno miraba la mítica Sierra Maestra desde Santiago, le entraban más dudas. No era la selva boliviana, sino más bien monte bajo, puro arbusto. Aquellos 15 llegaron a la capital porque en el camino se les iban sumando los soldados de Batista. Todo empezó con mentiras y el fin ha estado a la altura del comienzo. Las cenizas se le hurtaron al pueblo en la Plaza de la Revolución de La Habana, lo mismo que su entierro en el cementerio de Santa Ifigenia. El que quiera más, que lea La Historia me absolverá y compare las palabras de aquel farsante con sus hechos. En ese bulevar que es el malecón, las jóvenes cubanas, la mayoría con estudios universitarios, como mi guía del primer viaje, se aprestan a jinetear y a cazar dólares, aunque el comandante en jefe llegó a jactarse de que en todo caso eran las prostitutas más cultas y más sanas del mundo. Gracias a la educación y la sanidad que a él le deben, naturalmente.