Ignacio Camacho-ABC
Ahora las maletas. Cuarenta. Recogidas por la embajada de Venezuela. No hay versión del Delcygate que se sostenga
Desde Farah Diba e Imelda Marcos no se veía un equipaje como el que Delcy Rodríguez trajo a Barajas. Cuarenta maletas, según los colegas de Voz Pópuli, que fueron cargadas a pie de avión y sacadas del aeropuerto por un vehículo -se supone que de respetable tamaño- de la embajada venezolana. No hubo inspección de la furgoneta, ni pasó aduana por tratarse de una matrícula diplomática; simplemente, la colección de valijas penetró sin inconvenientes en España. Como la vicepresidenta seguía viaje a Estambul, no es probable que el aparatoso bagaje contuviera zapatos, que tanto abultan siempre, ni ropa de gala, ni esos efectos personales imprescindibles entre los bártulos de una dama. Y puesto que lo que fuese se quedó en
tierra se desmorona la coartada de que el aterrizaje prohibido se debió a una escala para que la tripulación cumpliese las horas de descanso reglamentarias. Otra versión desmontada. En ese avión, además del pasaje, venía material valioso y en abundancia. La lugarteniente de Maduro no salió descalza de Caracas.
No hay en este turbio asunto una sola explicación (?) oficial que se sostenga. El Gobierno se ha movido entre la mentira directa y la media verdad, que esconde la otra media y por tanto acaba conduciendo de nuevo a una mentira completa. Cada detalle que se conoce provoca más preguntas sin respuesta y crece la sospecha, casi la evidencia, de que la visita no fue una sorpresa sino como mínimo un error descomunal, o una operación secreta muy chapucera, un enredo que Ábalos empeoró al intentar reconducirlo con desmañada torpeza. Hay tres ministros implicados y ninguno queda bien parado en el trance. La de Exteriores recibió la orden de quedarse al margen, el de Interior permitió una flagrante injerencia en sus responsabilidades y el de Transportes oculta las claves de su papel como enviado -«que se encargue alguien de confianza»- del presidente Sánchez. Y el Gabinete entero aparenta desconocer, a tenor de lo expuesto en el Congreso, los límites de las fronteras nacionales. Este cúmulo de disparates no se lo cree nadie; si Moncloa lo sostiene es porque el escándalo le parece menos grave que aclarar la realidad de ese maldito viaje.
Con todo, aún es peor, por indecente, el último recurso del argumentario: que Venezuela no es un problema que importe a los ciudadanos. Un sedicente partido progresista debería avergonzarse por tachar de irrelevante la tragedia de un país hermano cuya tiranía ha provocado cinco millones de exilados. No se puede caer más bajo; no hay poder que justifique la minimización de un drama humanitario y la indulgencia política con un régimen autocrático internacionalmente repudiado. Pero esta degradación moral es el precio del pacto fáustico -el alma vendida al diablo- con una sucursal del comunismo bolivariano. Cualquier día contarán que las maletas de Delcy contenían un cargamento solidario.