- El futuro del sanchismo depende de Berlín, del heredero de Merkel. Si se retrasan los fondos o suben los tipos, bye, bye, Frankenstein
Se acabó el tiempo de los politólogos y vuelve el de los economistas. Qué tedio, que pavor. En este trienio desbarajustado y cruel, con absoluto protagonismo de lo que ahora los bocachanclas llaman ‘las políticas’, así, en plural, para darse más pisto, hemos asistido a acontecimientos que jamás pudimos imaginar. Un presidente derribado por vez primera en una moción de censura propiciada por una frase incrustada en forma aviesa e impensable en una sentencia judicial. El secretario general del partido con más temporadas en la poltrona gubernamental, defenestrado y encumbrado por su propia gente en el breve lapso en el que Scott Fitgerald se embaulaba tres whiskies. Un pronunciamiento golpista y xenófobo en la región más próspera del Estado y a su presidente huir despavorido para instalarse cómodamente en Waterloo a cargo del erario. Un primer ministro, carente de escrúpulos y menguado de principios, pavonearse con ínfulas de bonaparte junto a una cuadrilla de comunistas incrustada en su Gabinete mientras pulverizaban a pachas el edificio constitucional. Y un desfile de incontables mentecatos y mentecatas en afanosa disputa por conseguir el premio al ministro más incompetente y prescindible en la historia de nuestra democracia. Todo eso ha pasado. Una antología del absurdo, la galería del exceso.
Han sido tres años desaforados, convulsos, desabridos e infernales. Hemos vivido esos ‘tiempos interesantes’ de la maldición china, muy adecuados para animar tertulias, calentar debates y espolear la imaginación y el argumentario de los espeleólogos de la cosa pública. Toca ahora el retorno a los tiempos oscuros y prosaicos de la economía, ¡estúpido!, de las cuentas, los números y los mercados. Una etapa sobria y desabrida como la prédica de un pastor luterano, en la que lo más apasionante se centra en dirimir si la inflación sola o con leche, es decir, si es temporal o estructural. Y cosas por el estilo.
Descalabro energético, caos logístico, problemas de suministro, crisis de materias primas…Algo así como si hubieran soltado a los quinientos jinetes del apocalipsis sobre nuestras atónitas cabezas
Vuelta al 2007, al crujir de dientes, la angustia, el horizonte incierto, las cifras mareantes, los datos pesimistas, las previsiones de pánico y demás elementos que redondean el fantasma del cataclismo. Descalabro energético, caos logístico, problemas de suministro, crisis de materias primas…Algo así como si hubieran soltado a los quinientos jinetes del apocalipsis sobre nuestras atónitas cabezas. «Un problema temporal y global», recitan los predicadores de la calma. «Esto también será culpa de Sánchez», argumentan, con hedionda ironía, las cacatúas monclovitas.
A España le pilla mal, con un Gobierno diletante e inútil, enredado en disputas egocéntricas sobre si Yolanda o Nadia, sobre si el Netlix en catalán y si se hace lendakari al jefe de la banda del terror. Endeudados, estancados, sin proyecto ni propuestas, sin equipos ni apenas nivel de competencia, en una situación de fragilidad como pocos países de nuestro entorno. A la espera de los anhelados fondos europeos que penden, cada vez más, de un hilo. En los últimos días ya lo han advertido ilustres voceros de la UE como Paolo Gentiloni, el comisario de Economía, que deslizó una sutil adminición sobre los pekigros de cargarse la reforma laboral imperante. O Kadri Simpson, comisaria de Energía, que mandó a hacer gárgaras el plan impotable de la ministra Ribera, un cúmulo de indigeribles disparates.
Quizás Sánchez no haya asumido lo alarmante de su situación. Quizás, como susurra uno de los noventa mil asesores que pululan por la Moncloa, ‘ahí nadie parece percibir lo que en verdad ocurre’. Cual el arponero de Mobby Dick: «Todos la vemos pero eso no quiere decir que es real». Bien real es esta descomunal ballena blanca que ahora emerge, fiera y desafiante, que de un coletazo puede destrozar el torpe andamiaje del sanchismo tambaleante.
Su futuro, sabido es, depende, no sólo de las exigencias de Bruselas y los ‘hombres de negro’, donde están hartos de las incongruencias del Ejecutivo hispano, sino sencillamente, de lo que decida Olaf Scholz, futuro canciller alemán y menos complaciente con la indolente indisciplina de los países del sur que su predecesora Angela Merkel. Si Scholz se suma en Bruselas al clan de los austeros o de los ‘halcones’, como Holanda y los nórdicos, y pega un volantazo radical a la política de estímulos monetarios de estos duros tiempos de pandemia, el Gobierno español puede pasarlo muy mal.
Ni la UE ni el BCE. Ni Von der Leyen ni Lagarde. Era Merkel quien marcaba el paso en Europa, quien tomaba las decisiones, quien con su dedito mínimo y rechoncho, señalaba el rumbo a seguir. Todo el resto no es más una desmesurada tramoya infestada de funcionarios, absurdos en cinco idiomas, que ejercen de corifantes en una función ampulosa y desportillada. Será Scholz quien ahora haga lo propio. La inflación levantisca y las turbulencias internacionales han desestabilizado el tablero. Llegan los tiempos duros para gobiernos serios. Es la hora de la ortodoxia y el rigor.
Sánchez, mientras balbucea sus planes sobre completar la legislatura, puede encontrarse de golpe con un escenario no ya adverso, sino imposible. Bien por los fondos o por los tipos. Si se retrasan los primeros o suben los segundos (no lo descarten), apenas sobreviviría (su verbo favorito) dos meses en la poltrona. Y sería esa, quizás, la única oportunidad para que Pablo Casado, si se olvida de meterle el dedo en el ojo de Ayuso, se convertiría en presidente de carambola. No es una fábula. Atentos a Berlín, atentos a Scholz y a su futuro ministro de Hacienda, un liberal muy poco complaciente con ‘las cigarras’ del sur. Siempre es más tarde de lo que piensas. Bye, bye, Frankenstein, adiós a la política, welcome a la economía.