Cabalgando un tigre

La sentencia del Tribunal Constitucional es más un espaldarazo que un rechazo del nuevo Estatut. Y sin embargo, un millón de catalanes han salido a la calle a gritar porque se sienten heridos. ¿Cómo explicarlo?

Pues ya está, los políticos catalanes han tenido por fin su ratito de ‘éxtasis de pueblo’. A base de atizar su ‘rauça’ han logrado que salgan a la calle a protestar más ciudadanos de los que salieron a votar en su momento el texto que ahora consideran mutilado. Incluso los que estaban en contra del texto. Se pone así, de la misma manera estrafalaria que comenzó, el punto y seguido a una de las operaciones políticas más bobas de los últimos años. Pero de una manera cuyas consecuencias será difícil controlar, lo cual bien mirado es el colmo de la ineptitud para un político.

La clase política catalana ha sido la principal responsable de haber llevado las cosas al planteamiento de un ‘juego de suma cero’ en el que sólo cabe victoria o derrota. Eficazmente ayudados, todo hay que decirlo, por la feliz irresponsabilidad del presidente del Gobierno español y de su partido, que no han dudado por puro interés puntual en embarcarse en un Estatut que sabían perfectamente que chirriaba en el marco de la Constitución. Igual que no han dudado en estropear para un largo período una de las instituciones más valiosas que poseyó en tiempos el sistema democrático: porque al Tribunal Constitucional se le ha exigido que cuadrase el barroco arabesco que unos partidos habían dibujado a golpe de capricho. Demasiado para un órgano tan delicado.

Y lo cierto es que, a pesar de todo, la sentencia final ha sido benevolente para con el Estatut; lo ha salvado casi en su integridad, con una argumentación claramente federalista y abierta al desarrollo del autogobierno (y por una vez comprensible, que no es poco). Lo que ha eliminado o reinterpretado era de una inconstitucionalidad tan obvia que nadie en su sano juicio habría apostado porque podría llegar a superar el trámite. Es más, todos somos conscientes de que todavía hace un año esta sentencia habría sido saludada con alborozo y como un triunfo tanto por el Gobierno de Madrid como por el de Barcelona, pues es más un espaldarazo que un rechazo del nuevo Estatut. Y, sin embargo, un millón de catalanes han salido a la calle a gritar porque se sienten heridos. ¿Cómo explicarlo?

De nuevo por lo mismo: por las necesidades inmediatas y puntuales de una clase política que ha optado por la huida hacia delante, en un proceso alocado de ‘a ver quién la dice más gorda’. De los intelectuales catalanes no llegan desde hace tiempo ni reflexión ni argumentos, sólo sentimientos y dolores. Al grito de ‘nadie más catalán a mi lado’, todos se han lanzado a despertar a la sociedad contándole su aflicción, todos se han puesto a la cabeza del monstruo político ingobernable que han gestado, y todos se encuentran ahora cabalgando a lomos de un tigre, el de la dignidad en carne viva de eso que llamamos un pueblo. Una papeleta de cuidado para unos equilibristas tan torpes.

Causa vértigo pensar que a Ibarretxe le echaron encima la ley, cuando reclamó el derecho a decidir, esos mismos que el sábado decían que es la nación la que decide, que un tribunal no puede ponerse por encima de un pueblo, que la voluntad popular es el único valor en democracia, y demás zarandajas mitineras más propias de una transición predemocrática que de un Estado de Derecho. De nuevo han pillado al Txiki Benegas de turno con la pancarta errónea.

¿Cómo descabalgarse del tigre sin que devore a los aprendices de mago que lo despertaron? Todas las supuestas soluciones son malas: una es el ‘conchabeo’ politiquero entre Madrid y Barcelona para dar por debajo de la mesa lo que el Tribunal ha dicho que no cabe por arriba. Más desprestigio para la clase política y mayor destrozo para la credibilidad del sistema. Insistir en que la culpa la tienen los populares no tiene mucho recorrido. Otra cosa sería la de contar la verdad a una sociedad sobreexcitada. Pero es imposible cuando se encaran unas elecciones en las que toda racionalidad será juzgada como debilidad. Queda el amenazar con el ‘nos vamos’ o intentar establecer un futuro a base de referendos: azuzar al tigre. Pero me temo que a los españoles de a pie les importa ya muy poco toda esa algarabía: se han aburrido del Estatut, y las amenazas ni siquiera suscitan ya indignación en ellos.

¿Qué queda entonces cuando la política ha abandonado el sentido común? A Dios gracias, y como siempre sucede en este país nuestro, nos quedan importantes elementos a favor: nada menos que el tiempo, el verano y la asentada convicción de los catalanes de que su clase política es autista y bastante corrupta. Finalmente, el tigre lo reconducirá el escepticismo y la desafección de la sociedad civil catalana, que difícilmente se dejará embaucar a largo plazo. Porque una cosa es que esté dolorida, y otra que sea tonta. Perderemos todos en términos de desafección democrática, pero ni la sangre llegará al río ni el país se romperá. España es una realidad a prueba de sus políticos.

José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 13/7/2010