Las hienas no son domesticables, y el destino de los que se acercan a acariciarlas es ser mordidos sin piedad. La multitud que en la plaza de Sant Jaume reclamaba abyectamente diálogo al día siguiente del asesinato de Lluch no supo verlo, a pesar de la rotunda prueba suministrada por el cadáver aún caliente que velaban.
El extinto Ernest Lluch era partidario del diálogo con ETA y acostumbraba a visitar San Sebastián para participar en foros diversos a favor de la paz y el entendimiento. Su deseo de ayudar a la resolución negociada del conflicto vasco le llevó a hacerse miembro de Elkarri, un gesto de compromiso inequívoco con la causa de la prudente y matizada equidistancia entre la intransigencia del Gobierno del Partido Popular y la pulsión asesina de la banda que, como el propio Lluch, Odón Elorza, Patxi López, Miguel Herrero y otros conspicuos patriotas han explicado en diversas ocasiones. Son los dos polos extremos de un enfrentamiento condenado a durar eternamente si no se aplica su balsámica fórmula de buscar acuerdos civilizados sobre la base de la comprensión mutua entre las víctimas y sus verdugos. La obvia dificultad de que los hijos, los padres o las viudas de los tiroteados, mutilados o destrozados por el amonal se sitúen en la perspectiva de los que disparan u oprimen el detonador nunca ha arredrado a estos esforzados componedores, lo que da la medida de la magnitud de su buena voluntad. Es fácil imaginar al erudito profesor de historia económica paseando por la amplia curva de La Concha mientras departía con otros angelicales y ponderados pacifistas lamentando la tozudez de los terroristas y la cerrazón de José María Aznar, ambos culpables de la lamentable situación que ellos trataban pacientemente de mejorar. También su correligionario Pasqual Maragall tiene sinuosas fórmulas originales para traer la armonía al conjunto de los pueblos de España. Su laborioso preparado de federalismo asimétrico, insolidaridad fiscal, reforma deconstructivista de la Constitución y aplicación al Estado español del modelo lingüístico helvético es, sin duda, una de las más notables contribuciones contemporáneas a la teoría política, cuyo evidente alambicamiento no resta méritos a su nula viabilidad.
El pasado mes de enero, en esta misma línea inspirada por el conocido dicho de que la gente hablando se entiende, el entonces «conseller en cap» del Ejecutivo catalán, Josep Lluis Carod-Rovira, puso en marcha en el ámbito territorial de su jurisdicción la estrategia del amansamiento. Como aperitivo, su subordinado, el presidente del Parlamento de Cataluña Ernest Benach, recibió cordialmente en su despacho a una delegación de familiares de etarras para simpatizar con su sufrimiento en un claro mensaje de equiparación con el dolor de las víctimas de los terroristas y de legitimación implícita de las acciones criminales de éstos. Una vez calentado el ambiente, todo quedaba a punto para la operación política más brillante jamás urdida y ejecutada a lo largo del cuarto de siglo de nuestra recuperada democracia: la entrevista clandestina con la cúpula de una organización mafiosa con el fin de establecer un pacto consistente en ofrecer apoyo a sus tesis repulsivas de colectivismo totalitario y racista a cambio de excluir al territorio del Principado de la esfera de actuación de los matarifes.
La espeluznante indignidad de este acuerdo es tal que su mismo autor, una vez consumado su éxito, niega haberlo promovido. Sin embargo, el siniestro cambalache de Perpignan, de rango y naturaleza análogos al de Estella, ha surtido su efecto. ETA ha declarado a Cataluña zona libre de atentados y a partir de este logro extraordinario de Esquerra Republicana sus ciudadanos podrán vivir físicamente tranquilos, aunque, eso sí, espiritualmente envilecidos. Porque la formación que lidera con tanto acierto Carod-Rovira ha contado en las últimas elecciones autonómicas con el dieciséis por ciento de los sufragios emitidos y un país de seis millones de habitantes en el que más de medio millón prestan su concurso para que un individuo que desciende premeditadamente a semejantes abismos disponga de una influencia decisiva sobre sus destinos, no parece que se halle en el nivel ético óptimo. El próximo catorce de marzo los catalanes, si no reaccionan, van a tener la oportunidad de insertar un clavo más en el ataúd de su reputación colectiva.
En cualquier caso, Ernest Lluch ya no está entre nosotros para iluminarnos con sus sabios consejos para rebajar tensiones particularistas, entre otras razones porque su doctrina demostró su ineficacia cuando dejaba su coche en el parking en la noche aciaga de su muerte a manos de los contertulios de Josep Lluis Carod-Rovira. En cuanto a Maragall, está siendo el siguiente beneficiario de la técnica del apaciguamiento buscado por el camino de la ambigüedad y la tibieza. Es curioso que a algunos les cueste tanto asimilar que la cobardía ante la violencia no sólo no la interrumpe sino que la incrementa, y que los que persiguen el poder a través del crimen no desisten de sus propósitos ante los que se humillan ante ellos, sino que por el contrario, después de acuchillarlos, los desprecian.
Carod-Rovira ha arrastrado a Maragall a la práctica del sucio deporte de cabalgar a lomos de una hiena tentándole con la posibilidad deslumbrante de domarla, asombrando así a la concurrencia que, maravillada ante su habilidad, se entregaría al aplauso frenético y a la aclamación incontenible. Por desgracia, las hienas no son domesticables y el destino de los que se acercan a acariciarlas es ser mordidos sin piedad. La multitud que en la plaza de Sant Jaume reclamaba abyectamente diálogo al día siguiente del asesinato de Lluch no supo verlo a pesar de la rotunda prueba suministrada por el cadáver aún caliente que velaban. El desorientado y vacilante sucesor de Jordi Pujol tampoco parece advertir que las fauces insaciables de la fiera se acercan a su cabeza y que el aullido hambriento que escuchó ayer en forma de delirante comunicado es el anuncio de que va a ser devorado sin remedio. Y es que la estupidez, rebasado un cierto nivel, se transforma indefectiblemente en inmoralidad.
Aleix Vidal-Quadras, LA RAZÓN, 19/2/2004