ABC 01/08/14
LEOPOLDO CALVO-SOTELO IBÁÑEZ MARTÍN
· «¿Qué quedaría de las potentes profesiones jurídicas de Cataluña sin ese Derecho español cuya interpretación en muchas ramas vienen liderando desde hace más de un siglo? ¿Qué sería de la incomparable clase médica catalana si su colaboración con la del resto de España se interrumpiera?»
Entre las muchas reflexiones a que ha dado lugar la hipótesis de una secesión catalana destacan las que intentan predecir lo que le ocurriría a Cataluña tras la independencia. Algunos de esos pronósticos han provocado reacciones airadas entre los independentistas, sin verdadera razón, porque en su mayoría son preguntas entre afectuosas y angustiadas, próximas a aquel estribillo («¿Qué va a ser de ti lejos de casa?») de una de las mejores canciones de Serrat.
Hay predicciones que pueden formularse con absoluta certidumbre jurídica. Así es la que dice que una Cataluña independiente quedaría de entrada excluida tanto de la Unión Europea como de la ONU. Hay, sin embargo, otras consideraciones menos precisas y específicas, pero igualmente importantes. Una de ellas vendría a preocuparse por los efectos de la independencia sobre la fisonomía general de Cataluña como país. ¿Qué cambiaría en la sociedad catalana, cómo se transformarían las actitudes, los intereses y la visión del mundo de los catalanes? Hay que tener en cuenta que un estado recién accedido a la independencia es una criatura muy peculiar. Ambicioso e inseguro a la vez, suele exigir a todos sus ciudadanos una militancia activa en la nueva causa nacional y cede con frecuencia a la tentación de modelar todos los aspectos de la vida para ponerlos al servicio de esa causa. Parte de esa tarea, que algunos llaman de «construcción nacional», consiste en fomentar la autarquía cultural y reducir al mínimo imprescindible los contactos con la antigua matriz.
¿A qué resultados podría conducir una deriva de esas características? Me decía hace ya tiempo una inteligente y activa parlamentaria de Convergència i Unió: «Cataluña es Ruritania». Y, como la conversación tenía lugar en Madrid, lo decía con sonrisa evocadora. Como su nombre parcialmente indica, Ruritania es el país europeo, pequeño, rural e imaginario en el que transcurre la acción de una famosa novela neorromántica. Si yo leí bien la mente de mi interlocutora, ella utilizaba el término para referirse a una Cataluña también rural, y, si no propiamente imaginaria, sí idealizada por un nacionalismo que veía en ella rasgos muy tranquilizadores y deseables de homogeneidad cultural y lingüística. ¿Sería esa Ruritania el modelo del proyecto de construcción nacional de un hipotético estado catalán?
Para seguir adelante con esta conjetura quizá sea útil traer a colación el caso irlandés. Hay que precisar inmediatamente que cuando Irlanda abandonó el Reino Unido en 1922 tenía unos motivos de los que Cataluña carece hoy para separarse del conjunto de España. Baste decir que el Parlamento británico llevaba desde 1870 negándose a conceder a Irlanda el llamado «home rule», es decir, la autonomía, de la que Cataluña lleva gozando treinta y cinco años.
Pero, por muchas razones que tuviera Irlanda para independizarse, lo que ocurrió con la vida literaria e intelectual irlandesa tras la independencia merece ser analizado con algún detenimiento. El término de la comparación debe ser el período inmediatamente anterior y a estos efectos pueden cogerse los cincuenta años que van de 1890 a 1940, durante los que desarrollaron lo mejor de su actividad literaria escritores y poetas irlandeses que se habían educado cuando su patria formaba todavía parte del Reino Unido. De entre ellos, los cuatro más grandes, todos nacidos en Dublín y todos grandes figuras de la literatura universal, fueron Oscar Wilde, George Bernard Shaw, William Butler Yeats y James Joyce. La lista es impresionante, tanto, que casi lo de menos es que incluya a dos premios Nobel de Literatura (Shaw y Yeats).
Y ahora viene la pregunta clave: ¿qué otros escritores irlandeses del mismo nivel ha habido durante el largo período de tiempo que va desde 1940 a nuestros días? Por una vez, la respuesta a una cuestión que parece compleja puede darse con una sola palabra: ninguno. Samuel Beckett, nacido en 1906, es una figura de transición que todavía no puede considerarse como un producto de la Irlanda independiente y que, en todo caso, dejó su tierra en 1931 para no volver nunca. No parece que haya que extenderse más sobre los efectos que la independencia, el nacionalismo y la interrupción de las conexiones con Inglaterra tuvieron sobre la vida literaria irlandesa: el ruido de las máquinas de escribir dejó de perturbar la paz de Ruritania.
¿Por qué tendría Cataluña que correr la misma suerte, cuando su situación es tan distinta de la de Irlanda? Desde Juan Boscán, el amigo barcelonés de Garcilaso que introdujo el endecasílabo en la métrica castellana, son muchos los escritores catalanes cuya obra no es concebible sin la estrecha relación de Cataluña con el resto de España. Mezclando precipitadamente épocas y géneros, en ese grupo estarían, entre otros, Eugenio D’Ors, Josep Pla, Gironella, J. Mallorquí, Carlos Barral, Noel Clarasó, Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza, Albert Boadella… Alguien podría decir que todo esto no son sino lamentaciones elitistas y librescas, muy alejadas de la vida real de un pueblo. No es verdad. Todas las formas de la vida catalana se empequeñecerían en la nueva Ruritania independiente. ¿Qué quedaría de las potentes profesiones jurídicas de Cataluña sin ese Derecho español cuya interpretación en muchas ramas vienen liderando desde hace más de un siglo? ¿Qué sería de la incomparable clase médica catalana si su colaboración con la del resto de España se interrumpiera?
Tampoco aquí parece necesario ilustrar la tesis que se sostiene con más ejemplos, aunque habría uno por cada sección de las páginas amarillas de las viejas guías telefónicas. Sí puede convenir, en cambio, sacar otra lección de la historia de Irlanda y de Gran Bretaña. Entre 1873 y 1918 la política irlandesa estuvo dominada por un gran partido nacionalista, pero no separatista, que primero se llamó «Home Rule League» y luego «Irish Parliamentary Party». Bajo su más famoso líder, Charles Stewart Parnell, aquel partido consiguió llevar nada menos que 86 diputados a la Cámara de los Comunes. Durante años, Parnell se convirtió en el árbitro de la política británica: con sus votos se mantenían o caían gobiernos liberales y conservadores, con su influencia se aprobaban leyes beneficiosas para Irlanda, especialmente en materia de reforma agraria. Desgraciadamente, ni Parnell ni su sucesor, John Redmond, consiguieron que se introdujera el «home rule» en Irlanda, pero, si así hubiera sido, su partido se habría hecho cargo del gobierno autónomo en Dublín. Pues bien, cuando el virus independentista se apoderó de Irlanda, el «Irish Parliamentary Party» se volatilizó y en las elecciones generales de 1918 obtuvo sólo seis escaños.
¿No tendría Convergencia Democrática de Cataluña que aprender una o dos lecciones de esta historia? Jordi Pujol, su presidente y fundador, fue el árbitro de la política española entre 1993 y 2000, y además, como Cataluña sí tenía «home rule», la gobernó de 1980 a 2003. Ahora, sin embargo, Convergencia ve cómo su apoyo electoral disminuye a medida que el independentismo crece. Si la secesión triunfara, Cataluña en su conjunto dejaría de ser cabeza de león, según hemos visto; pero el destino de Convergencia sería aún peor, porque pasaría de cabeza de león a cola de ratón.
Y todo ¿para qué? ¿Para que en una calle de la capital de un país remoto aparezca una placa anunciando que la embajada de Cataluña está en el tercero izquierda? Puede que Ruritania se merezca algo así. Cataluña, no.