Ignacio Camacho-ABC
- El tradicional discurso navideño del Rey ha derivado en un pretexto para la no menos ritual costumbre del linchamiento
No parece motivo de mucha sorpresa que el Rey hablase de la Constitución y de la pandemia en su alocución de Nochebuena. De la ley suprema como hoja de ruta para la convivencia. De los sanitarios y demás servidores públicos, de la crisis económica provocada por la cuarentena, de las sillas vacías para siempre en setenta mil mesas, de los ancianos muertos en la hecatombe de las residencias. De todos esos asuntos que durante nueve meses han rehuido -o peor, manipulado- tanto Sánchez como Iglesias, siempre dispuestos a encalomar el problema del Covid a las autonomías, a la responsabilidad individual de los ciudadanos e incluso a la Unión Europea. Para eso está la Corona, para transmitir el mensaje de esperanza, concordia y unidad que desdeñan unos agentes políticos enfrascados en sus querellas. Pero la izquierda, y no sólo la extrema, ha descalificado la charla porque el Monarca no mencionó las irregularidades financieras de su padre de forma directa. No bastaba con que dijera que los principios morales están por encima de consideraciones de cualquier naturaleza, incluidas las familiares, afectivas o domésticas. Tenía que haberse declarado, por lo visto, vencido de oprobio y vergüenza y haber anunciado allí mismo que cogía el camino de Cartagena.
Desde hace un tiempo, y en particular desde la irrupción de Podemos, el rito del discurso navideño se ha convertido en un pretexto para la no menos tradicional ceremonia del linchamiento. La novedad de este año consiste en que la lapidación proviene de dentro del Gobierno. Y aunque sea sólo de una parte del Gabinete, secundada con entusiasmo por sus principales aliados externos, el resto de los miembros del Consejo asienten, conceden o contemporizan mediante un silencio que sólo puede interpretarse como connivencia, cobardía o simple asentimiento. Lo que no deja de resultar extraño habida cuenta de que el texto, como todos los actos de la Corona, está sometido al precepto constitucional del refrendo. Es decir, que la Presidencia del Ejecutivo lo ha conocido y revisado, le ha dado su visto bueno y luego ha permitido que sus socios se echen encima como una jauría de sabuesos. De modo que una de dos: o el sanchismo practica un artero doble juego o Felipe VI ha mantenido una elogiable autonomía de criterio. No cabe descartar la coincidencia de ambos supuestos.
Todo este debate artificial, incluido ya en la liturgia del nuevo costumbrismo, tiene un lado positivo, y es que sirve para poner a cada cual en su sitio. Al Rey, en el de las inquietudes verdaderas de la nación y en el del compromiso con los valores éticos y cívicos; a Sánchez, en el del cinismo, y a sus allegados políticos, en el de la demagogia y el conflicto regresivo. Es un método muy pedagógico y muy sencillo de saber quién defiende al Estado, quiénes son sus enemigos y quién no tiene más miras que las de su propio beneficio.