FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS
- Sorprende la actual des-responsabilización del Gobierno, que ha renunciado a liderar esta nueva crisis
La reunión entre el Estado y las comunidades fue a destiempo, y sus conclusiones solo han conseguido afirmarnos en lo ya sabido: aquí cada comunidad decide por sí misma, reservándose el Gobierno la imposición de una inane obligación de llevar mascarillas también en exteriores y buenas palabras para que cada cual vele por su salud y la de los suyos. Lo interesante esta vez es que las disensiones ya no se ajustan a las tradicionales líneas de partido —las medidas de Murcia nada tienen que ver con las no-medidas de Madrid— ni los ciudadanos parece que vayan a seguir los dictados de su tribu respectiva. Lo más posible es que cada cual vaya aquí también a su bola. Total, las multas por los incumplimientos en la primera ola fueron eximidas después de que el Constitucional tumbara la constitucionalidad del estado de alarma.
Cuando se delega la protección en cada ciudadano, se produce un giro hacia la privatización de lo que hasta ahora era una de las funciones esenciales de los poderes públicos, la seguridad; sanitaria, en este caso. Lo malo es cuando hay que acudir a los servicios de atención primaria o a los hospitales y los encontramos colapsados, o cuando no se consiguen pruebas de antígenos. Por eso sorprende la actual des-responsabilización del Gobierno, que ha renunciado a liderar esta nueva crisis. Es posible que obedezca a la pinza en la que lo tiene atrapado el Constitucional, por un lado, al exigirse la declaración del estado de excepción para “suspender” derechos, y, por otro, la filosofía libertaria de Ayuso, que demostró su popularidad en el anterior momento de fatiga pandémica.
La pregunta que deberíamos hacernos, sin embargo, es por qué algunos países pueden permitirse el lujo de aplicar soluciones radicales —Holanda o Austria— y aquí resulta poco menos que imposible a menos que se produzca un verdadero desastre. El haberlo sufrido durante la primera ola nos condujo a conseguir una cuasi unanimidad a la hora de decretar el primer estado de alarma. Después, lo que debería haber sido una afanosa búsqueda por contribuir entre todos a enmendar los desgarros producidos por el coronavirus —como en Italia, por ejemplo— estalló en uno de los episodios de fragmentación y polarización política más encarnizados de las últimas décadas. Y en esas seguimos. Ahora, además, con la amenaza de que cada grupo ya no llegue a controlar a los suyos; la función mediadora de los partidos está empezando a hacer aguas. La frustración es grande porque se está desvaneciendo la perspectiva de que la vacunación era el comienzo del fin. Y puede llegar a serlo, pero habrá que hacer algunos sacrificios más. Nadie parece atreverse a decírnoslo, a hablarnos como adultos. Bien pensado, nos perderíamos gustosos la cena de Navidad si a cambio pudiéramos volver a creer en ellos; saber que sacrifican popularidad por perseguir el interés del conjunto.