Miquel Giménez-Vozpópuli
- Caminan, hablan, promulgan leyes, pero no existe vida en su interior. Nos gobiernan cadáveres asintomáticos
Como muchos aficionados a la etimología conocen, un saber inocente para ser ejercido en estos tiempos de sillón, enciclopedia y luz tenue, la palabra cadáver puede tener dos orígenes, ambos del latín. El primero, indica que pudiera provenir del verbo cadere, caer; el segundo, que surge de Caro DataVermibus, carne dada a los gusanos, traducido de esa lengua que representó a la cultura europea durante siglos. Más allá de su origen, un cadáver puede ser muchas cosas, no siendo ya nada. El jurista dirá que se considera cadáver al cuerpo humano durante los cinco años siguientes a partir de su muerte real computados, eso sí, a partir de la fecha y hora que figure en el Registro Civil. Doy fe de la importancia de tal cosa, porque no hay nada más kafkiano que demostrar que estás vivo si se traspapelan los registros y, aunque tu presencia corpórea sea manifiesta, no puedes convencer a un probo funcionario de que no estás descansando en paz según reza en ese Registro por faltarte tal o cual instancia.
Pero un cadáver suele ser, desgraciadamente, el memento que nos recuerda nuestra frágil provisionalidad, nuestro fugaz destello en un universo que no nos considera dignos de atención más de lo que nosotros consideramos a una mota de polvo. Cadáveres anónimos, cadáveres queridos, cadáveres prematuros, cadáveres repentinos, todos somos cadáveres en potencia aunque sea de mal gusto mencionarlo en las reuniones sociales, singularmente en las bodas. Ahora vivimos un nuevo fenómeno, el de los cadáveres asintomáticos acerca de los cuales todavía no se ha pronunciado ninguna autoridad lingüística. Será menester que la RAE tome cartas en el asunto, y rápidamente, porque es una nueva acepción que, visto el legislador que hay, ha de entrar a formar parte de esa malhadada nueva normalidad, que no ha de serlo ni por novedosa ni por normal.
Todo se ha convertido en una pantomima destinada a que nos autoconvenzamos de que somos libres, que es lo mismo que vivir, aunque estemos muertos por dentro»
Cadáveres son los que detentan el poder en España puesto que para vivir hay que tener sangre palpitante en las venas, hay que poseer músculo, energía, razonamiento e incluso, si me lo permiten, el èlan vital que muchos quieren asociar con la también olvidada alma. Pero en esa gente no existe alma, corazón ni ejecutan mayor movimiento que el imprescindible con tal de no salirse de la férula de su poltrona. Son cadáveres asintomáticos y si nadie percibe en ellos su carga de muerte, de esterilidad intelectual, de todo lo que es negación de la vida, es porque vivimos en un mundo en el que hemos confundido ser con estar y estar con parecer. Nuestra sociedad adolece de esa condición de muertos en vida, de gente que cree que, por estar, es, y que por parecer vive. Todo se ha convertido en una pantomima destinada a que nos autoconvenzamos de que somos libres, que es lo mismo que vivir, aunque estemos muertos por dentro.
Más los cadáveres que rigen nuestros destinos odian tal existencia porque ellos jamás supieron ejercer su propio destino y no son más que la suma improductiva de vanidades, odios, ambiciones y orgullos. Su muerte espiritual es patente viendo la estela que dejan de dolor, de miseria, de víctimas necesarias para que ellos puedan seguir con su apariencia de vitalidad, tan falsa como las palabras que salen por su boca, tan mendaz como sus razones, tan muerta como sus espíritus. Son cadáveres que solo buscan la compañía de otros cadáveres, que no quieren una sociedad vital, plena, gozosa, pletórica de ideas, de sentimientos, de vida, en suma. Porque vivir es sentir y sentir es osar, atreverse, discrepar, luchar, todo lo que ellos no supieron hacer nunca.
Ay de aquel pueblo que entrega su destino en manos de esos muertos en vida que hacen gala de sus agostadas fuerzas, de los que no saben más que yacer en su ataúd forrado de oro esperando estar cada vez más y más rodeados de otros que, como ellos, finjan una vida que perdieron desde el momento en el que renunciaron a lo que representa la esencia misma de la vida: la libertad de espíritu, de conciencia, de acción. De ahí que a los cadáveres asintomáticos no les importen ni los que ya murieron ni los que moriremos. El cementerio es su reino y la fosa común su nicho electoral, nicho en el que abrevan polvo, miasmas y podredumbre moral.
Por eso tengo tan poca fe en eso que llamamos política. Gobierna quien tiene muerta el alma.