ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Es obvio que algunas coberturas informativas no escapan a la vil vulgaridad que tantas veces proyecta el periodismo sobre todo lo que toca. Y que el efecto de la vulgaridad sobre el dolor es fácil calificarlo de salvajismo. Pero la quiebra de la intimidad que sufren las víctimas tiene su reverso. Es probable que los detalles de la muerte de la esquiadora Fernández Ochoa se hubiesen mantenido en la intimidad de apellidarse Fernández. Pero es igualmente probable que, en ese caso, su cadáver no se hubiese encontrado todavía y que la zozobra de sus deudos se prolongara dañina en el tiempo. Los que desaparecen en los medios son una pequeñísima parte del total. A ellos se dedican grandes recursos –el principal es, a veces, la movilización ciudadana– y una atención que puede hacerse obscena y repulsiva, pero cuyo calor solidario ayuda a superar el trance y las primeras estancias del duelo. Es esa ambigüedad moral uno de los rasgos del periodismo, en toda época, que por otra parte no es drásticamente diferente de la que practican entre sí los seres humanos cuando se interesan por el otro, se ayudan y se consuelan, sin poder evitar fácilmente un punto de sinuoso entrometimiento.
Este ejercicio de realismo mínimo no puede completarse sin la evidencia de que toda justicia televisada incluye la venganza.